domingo, 18 de septiembre de 2022

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El origen de la Perdonanza en Oviedo

(Iglesia de Asturias) Las fiestas de San Mateo, de la Perdonanza o del Jubileo de la Santa Cruz han supuesto todo un acontecimiento para la ciudad desde hace siglos

Durante una semana Oviedo vive unas fiestas que, cada vez más, traspasan sus propias fronteras. Si el tiempo lo permite, la fiesta se vive en la calle, entre espectáculos gratuitos y buen ambiente. Son las fiestas de San Mateo. Una celebración antiquísima que responde a una tradición de más de diez siglos, y que además proviene de unos privilegios otorgados en su momento por considerarse la ciudad como el relicario de las Cruces de Oviedo, lugar muy frecuentado de peregrinación, al custodiar unas reliquias tan especiales.

La fiestas de la Perdonanza, o celebración del Jubileo, eran ya todo un acontecimiento en la vida de la ciudad en el siglo XVI. Según el sacerdote y canónigo de la Catedral José María Hevia, ya en documentos del año 1537 «se habla de procesión solemne por las calles con el obispo vestido de pontifical portando la santa Bula, de tapices colgando de los balcones, y de antorchas luciendo noche y día en la Catedral. Ya entonces se mostraba el Santo Sudario a los fieles y se rezaban maitines a media noche siguiendo una antigua tradición».

Algún tiempo más tarde, concretamente en el año 1639, se proclamaba a Santa Eulalia patrona de la ciudad y de la diócesis de Oviedo, y se situaba en el 7 de septiembre una fiesta en su honor, llamada la “fiesta de la traslación”, que curiosamente se encontraba muy cercana a las fiestas del Jubileo de la Santa Cruz o de la Perdonanza. Durante muchos años, en el mes de septiembre, se celebraron fiestas en honor a Santa Eulalia, fiestas mayormente profanas, que con el tiempo se vieron desplazadas por las fiestas de San Mateo, que suponen el final del Jubileo y que son las que han llegado a nuestros días.
¿Cuál es el origen del Jubileo?

Según explica el propio José María Hevia, la palabra jubileo tiene una raíz hebrea y otra latina. “En la Biblia el término hebreo es yobel, que significa el cuerno del cordero usado como instrumento sonoro que servía para anunciar el año excepcional dedicado a Dios. El término latino, por su parte, es iubilum, que inicialmente expresaba los gritos de alegría de los pastores y después simplemente alegría, gozo y alabanza”.

La unión de ambos conceptos se produjo al traducir San Jerónimo, a finales del siglo IV y principios del V, la Biblia del hebreo al latín. Él tradujo la palabra hebrea yobel por la latina iubileus, de forma que a ese significado de año excepcional dedicado a Dios se le unía el concepto de alegría.

Más adelante, en la Edad Media, la palabra jubileo se aplicó a la indulgencia que el Papa concedía cada determinado período de tiempo, por lo que terminó indicando “año de conversión, de perdón, de gracia”.

Volviendo a Oviedo, se sabe que ya el rey Alfonso II el Casto, una vez dispuesta la Cámara Santa, obtuvo del Papa indulgencias para todos aquellos que visitaran las reliquias.

“En el Testamento y famosa donación de Alfonso II de Asturias, otorgado hacia el año 812 a la Iglesia de San Salvador de Oviedo –explica José María Hevia–, el monarca recuerda haber sido bautizado en ese lugar. Nació seguramente en la hacienda rural de su padre, el rey Fruela, en Oviedo. Se sabe que sufrió una infancia difícil, primeramente resguardado en un monasterio, después depuesto como rey y cobijado en Álava por sus parientes maternos. Finalmente, Alfonso regresó a Asturias y fue proclamado rey el 14 de septiembre de 791, fiesta, por cierto, de la Exaltación de la Santa Cruz”.

En la Escritura de Fundación de la Cofradía de la Cámara Santa se explica la llegada de las Reliquias en un arca, procedente del Monsacro, donde el rey Alfonso las depositó en una Cámara que llamaron Capiella de los Angeles, y la enriqueció, más adelante, con la donación de la Cruz de los Ángeles (año 808). La Cruz de la Victoria, de Alfonso III, llegaría a la Cámara Santa un siglo más tarde. También a este último rey se debe la llegada de las cenizas de Santa Eulalia, traídas desde Santianes de Pravia, y cien años más tarde de la incursión de su tío, el rey Silo, el presbítero toledano Dulcidio incorporó a la cripta de Santa Leocadia los cuerpos de San Eulogio y Santa Leocricia.

La presencia de aquellas reliquias en el templo fueron objeto de veneración desde muy antiguo; probablemente, en los mismos años en que se descubrió la tumba del Apóstol Santiago y se comenzaba a edificar la primera Iglesia sobre ella. El templo de El Salvador no era catedral, tampoco era sede episcopal, pero como relicario se consideraba merecedor de indulgencias.

A pesar de encontrarse, entre las reliquias, el Santo Sudario, en realidad éste se menciona por vez primera en el año 1075, al abrirse el Arca Santa para hacer un inventario de su interior, a petición del rey Alfonso VI. No fue el Sudario verdadero protagonista hasta varios siglos más adelante, por lo que las reliquias que motivaron el Jubileo son las cruces, especialmente, la Cruz de los Ángeles. Por eso el Jubileo se conoce como “de la Santa Cruz”, y al mismo tiempo se le añadió el término de “Perdonanza”, simbolizando alegría y redención a través del perdón.

El concepto de penitencia y perdón en los primeros siglos tenía carácter público, y a partir del siglo XI hasta nuestros días pasó a ser algo privado, entre el sacerdote y el fiel que acudía a confesarse, a ser absuelto y a cumplir la penitencia. A las rigurosas penitencias, inicialmente impuestas, sucede una cierta aminoración mediante las indulgencias parciales. En el siglo XI aparecen, por primera vez, las indulgencias plenarias o generales para cualquier persona que realizase una obra especialmente meritoria, como la visita de un monasterio recientemente consagrado, o dádivas a los pobres. Conviene recordar que la indulgencia no es un sacramento; es decir, no absuelve ni perdona el pecado en sí mismo, sino que, una vez perdonado por la penitencia, exime de las penas temporales que, de otra manera, los fieles deberían purgar.

En Oviedo, el Papa Clemente VI, a petición del obispo Juan Sánchez, concedió, en octubre de 1344, numerosas gracias y perdones en determinados casos “a todos los que quisiera ser cofrades de la santa Iglesia de San Salvador”. Más adelante fueron los propios capitulares los que decidieron solicitar a la Santa Sede la gracia de un Jubileo, como correspondía a un templo de la nobleza e importancia de la Catedral de San Salvador, que ya en el siglo XV recibía a gran número de peregrinos. Y así, el Papa Eugenio IV, en una Bula del año 1438, concedía la indulgencia plenaria a cuantos visitaran la Catedral de Oviedo el día de la Exaltación de la Santa Cruz, o los ocho días anteriores o posteriores del año en que tal festividad ocurriera en viernes.

Con los años se sucedieron algunas variaciones, hasta que, en el año 1982, con motivo de la reposición de la Cruz de la Victoria, restaurada, en la Cámara Santa, la Santa Sede, con el Papa Juan Pablo II a la cabeza, concedió la gracia de la indulgencia plenaria durante los días 14 al 21 de septiembre; práctica que continúa intacta hasta nuestros días.

San Cipriano, Patrono de Naón

Las 15 promesas de la Virgen para los que recen el Rosario

(Infovaticana) El 7 de octubre de 1571 se llevó a cabo la Batalla de Lepanto, en la cual los cristianos vencieron a los turcos, contra todo pronóstico. En juego estaba occidente y el cristianismo y es por ello por lo que El Papa San Pío V pidió a los cristianos rezar el rosario por la flota. Confiaron en la ayuda de Dios a través de la intercesión de la Santísima Virgen y lograron la victoria. Días más tarde, llegaron los mensajeros con la noticia oficial del triunfo cristiano. Como muestra de agradecimiento, Pío V instituyó la fiesta de Nuestra Señora de las Victorias el 7 de octubre. Un año más tarde, Gregorio XIII cambió el nombre de la fiesta por el de Nuestra Señora del Rosario y determinó que se celebrase el primer domingo de Octubre (día en que se había ganado la batalla).

Sin embargo, el Santo Rosario en la forma y método de que hoy nos servimos en su recitación fue inspirado a la Iglesia en 1214 por la Santísima Virgen que lo dio a Santo Domingo para convertir a los herejes albigenses y a los pecadores. Ocurrió de la forma siguiente, según lo cuenta el Beato Alano de Rupe en su famoso libro titulado De Dignitate Psalterii (de la dignidad del Salterio de María). Viendo Santo Domingo que los crímenes de los hombres obstaculizaban la conversión de los albigenses, entró en un bosque próximo a Tolosa y permaneció allí tres días y tres noches dedicado a la penitencia y a la oración continua. La Santísima Virgen se le apareció y le dijo: «¿Sabes, querido Domingo, de qué arma se ha valido la Santísima Trinidad para reformar el mundo?» ¡Oh Señora, tú lo sabes mejor que yo, respondió el; porque después de Jesucristo, Tu Hijo, Tú fuiste el principal instrumento de nuestra salvación!

Pues sabe, añadió Ella, que la principal pieza de batalla ha sido el salterio angélico (El Rosario), que es el fundamento del Nuevo Testamento. Por ello, si quieres ganar para Dios esos corazones endurecidos, predica mi salterio. Inflamado de celo por la salvación de aquellas gentes, entró en la catedral. Al momento sonaron las campanas para reunir a los habitantes, gracias a la intervención de los ángeles. Al comenzar él su predicación, se desencadenó una terrible tormenta, tembló la tierra, se oscureció el sol, truenos y relámpagos repetidos hicieron temblar y palidecer a los oyentes. El terror de estos aumentó cuando vieron que una imagen de la Santísima Virgen expuesta en un lugar prominente, levantaba por tres veces los brazos al cielo para pedir a Dios venganza contra ellos si no se convertían y recurrían a la protección de la Santa Madre de Dios.

Quería el cielo con estos prodigios promover esta nueva devoción del Santo Rosario y hacer que se la conociera más. Gracias a la oración de Santo Domingo, se calmó finalmente la tormenta. Prosiguió él su predicación, explicando con tanto fervor y entusiasmo la excelencia del Santo Rosario, que casi todos los habitantes de Tolosa lo aceptaron, renunciaron a sus errores. En poco tiempo se experimentó un gran cambio de vida y de costumbres en la ciudad.

En el año 1475 el fraile Dominico francés, Alano de Rupe, conocido actualmente como el beato Alano, puso por escrito los acontecimientos milagrosos de que había sido protagonista unos años antes: especialmente lo que la Virgen había prometido «a todos los que recen devotamente mi Rosario».

El Rosario se mantuvo como la oración predilecta durante casi dos siglos. Cuando la devoción empezó a disminuir, la Virgen se apareció a Alano de Rupe y le dijo que reviviera dicha devoción. La Virgen le dijo también que se necesitarían volúmenes inmensos para registrar todos los milagros logrados por medio del Rosario y reiteró las promesas dadas a Santo Domingo referentes al Rosario.
Las 15 promesas de Nuestra Señora, Reina del Rosario, tomadas de los escritos del Beato Alano:

1. Quien rece constantemente mi Rosario, recibirá cualquier gracia que me pida.
2. Prometo mi especialísima protección y grandes beneficios a los que devotamente recen mi Rosario.
3. El Rosario es el escudo contra el infierno, destruye el vicio, libra de los pecados y abate las herejías.
4. El Rosario hace germinar las virtudes para que las almas consigan la misericordia divina. Sustituye en el corazón de los hombres el amor del mundo con el amor de Dios y los eleva a desear las cosas celestiales y eternas.
5. El alma que se me encomiende por el Rosario no perecerá.
6. El que con devoción rece mi Rosario, considerando sus sagrados misterios, no se verá oprimido por la desgracia, ni morirá de muerte desgraciada, se convertirá si es pecador, perseverará en gracia si es justo y, en todo caso será admitido a la vida eterna.
7. Los verdaderos devotos de mi Rosario no morirán sin los Sacramentos.
8. Todos los que rezan mi Rosario tendrán en vida y en muerte la luz y la plenitud de la gracia y serán partícipes de los méritos bienaventurados.
9. Libraré bien pronto del Purgatorio a las almas devotas a mi Rosario.
10. Los hijos de mi Rosario gozarán en el cielo de una gloria singular.
11. Todo cuanto se pida por medio del Rosario se alcanzará prontamente.
12. Socorreré en sus necesidades a los que propaguen mi Rosario.
13. He solicitado a mi Hijo la gracia de que todos los cofrades y devotos tengan en vida y en muerte como hermanos a todos los bienaventurados de la corte celestial.
14. Los que rezan Rosario son todos hijos míos muy amados y hermanos de mi Unigénito Jesús.
15. La devoción al Santo rosario es una señal manifiesta de predestinación de gloria.

Tras «entregar» las quince promesas, la Virgen se despidió de Alano pidiéndole un gesto de obediencia: «Predica cuanto has visto y oído. Y no temas, porque yo estaré siempre contigo y con todos los devotos de mi Rosario. Castigaré a los que se opongan a ti.

Nuestra Iglesia vista y pintada por los peques



Libertad de expresión y prevaricación de los fuertes

Lo decía el Quijote en una confidencia a su escudero Sancho, cuando le advertía que no es cualquier cosa la libertad como regalo, como compromiso, aunque ello te obligue a pagar un alto precio: «La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres». Bella y precisa indicación de enorme actualidad como un aviso a los que navegamos.

Es una tendencia comprobada en la larga historia de los pueblos. Cuando alguien discrepa se le suele etiquetar, se le descalifica, se le persigue o incluso se le elimina. Han sido muchas las épocas en las que este proceso censurador se ha llevado a cabo. Incluso dentro de la comunidad cristiana se ha podido entender mal la defensa de la verdad aplicando medidas inquisitoriales a los que se separaban de ella. Pero la libertad es algo irrenunciable y por eso no renunciamos, aunque haya algunos que se retuerzan y vengan a contarnos lo que las consignas les imponen cada vez que se encuentran con una palabra libre de quienes discrepamos. Lo afirmó con fuerza el Papa Benedicto XVI al decir que la historia moderna enseña que la libertad es auténtica y ayuda a la construcción de una civilización auténticamente humana «sólo cuando está reconciliada con la verdad». Una libertad que impone desde la mentira, desde la injusticia, desde lo que cabe solamente en el elenco de sus pretensiones ideológicas, es una libertad liberticida que conculca totalitariamente los más elementales derechos humanos como es la vida en todos sus tramos. Y así apostillaba el pontífice alemán: «Si se separa de la verdad, la libertad se convierte trágicamente en principio de destrucción de la armonía interior del ser humano, fuente de prevaricación de los fuertes y de los violentos y causa de sufrimiento y de luto».

Por eso, junto a la palabra piadosa de una fiesta religiosa como es el día de la Santina en Covadonga, he querido decir una palabra moral que se deriva de la observación de lo que está sucediendo en esa sociedad en la que soy ciudadano y cuyas derivas políticas no me son indiferentes cuando ejerzo mi derecho al voto en las elecciones, y cuando denuncio moralmente lo que juzgo siniestro para el bien de las personas. Puede que algunos no entiendan la relación entre piedad y moral a la hora de dirigir la palabra desde el púlpito de la Iglesia, que jamás convertimos en una tribuna política. Pero hablar de conflictos bélicos, de crisis económica y de paz social, tiene una derivada en nuestro discurso cristiano: el deseo de que aquellos que tienen en su mano la gestión de la cosa pública, lo hagan de verdad pensando en el bien común de los pueblos.

No es así cuando con dolor uno ve que se aprueban leyes que matan abaratando el aborto de los no nacidos y desprotegiendo a las mujeres más jóvenes desde normativas con desamparo parental frivolizando y promoviendo una maternidad malograda como si no pasase nada. O la eutanasia como un derecho al suicidio desesperado o al homicidio encubierto con los enfermos o ancianos en fase terminal, en lugar de acompañar con cuidados paliativos una vida que es siempre digna hasta el final. Tampoco es así cuando tan burdamente se emplea la mentira impunemente y sin sonrojo al gestionar la gobernanza.

En un espectro plural y democrático, hacer buena política es la bella e importante responsabilidad de quienes pueden incrementar el bien que construye la paz, que fomenta la convivencia desde las legítimas ópticas diferentes que deben ser complementarias. Pero si el objetivo es destruir al contrario haciendo enemigos de los que son simplemente adversarios, entonces la política se enrarece, se pervierte y se hace violenta, con la tendencia totalitaria de querer controlarlo todo y a todos, desde los medios de comunicación hasta los jueces y la Iglesia. Algunos no nos dejamos. Y ellos lo saben. Y porque ladran, cabalgamos… Sancho.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

Visita de la Virgen de Fátima a la Residencia Julia Nieto













¿Por qué ir a Misa?. Por Guillermo Juan Morado

Llevo ya algún tiempo reflexionando sobre la relación entre la «sacramentalidad» de lo cristiano – es decir, la lógica según la cual lo invisible se comunica con nosotros a través de lo visible -, la Teología fundamental, que se ocupa de la revelación, de la fe, y de la credibilidad de ambas, y el culto cristiano.

Dar razón de la fe, explicar la responsabilidad social de creer en Cristo, es algo así como justificar con motivos conformes a la razón el porqué de ir a Misa cada domingo. Yo ya estoy muy harto de la expresión «católico no practicante». No sé lo que significa. Como tampoco entiendo muy bien el significado de «padre que ama a sus hijos, pero que siempre está ausente» o «persona muy trabajadora, que no se ocupa de su tarea».

En cierto modo somos lo que hacemos. O manifestamos nuestro ser en nuestras acciones. Claro, somos imperfectos. Tanto que hasta podemos caer en la contradicción suprema del pecado. Eso es, lamentablemente, verdad. Pero debemos intentar que el accidente no se convierta en sustancia.

¿Por qué ir a la iglesia, por qué rezar en la iglesia, por qué ir a Misa? Cito un texto de Joseph Ratzinger, de su estudio titulado «La fundamentación sacramental de la existencia cristiana» (en J. Ratzinger, «Obras completas XI. Teología de la liturgia», Madrid 2012, 139-152, 152): «orar en la Iglesia y en la cercanía del sacramento eucarístico es insertar nuestra relación con Dios en el misterio de la Iglesia como lugar concreto en el que Dios nos sale al encuentro. Y es este a fin de cuentas el sentido cabal de ir a la iglesia: la inserción de mi propio ser en la historia de Dios con los hombres, la única en la que yo en cuanto hombre tengo mi verdadera existencia humana, la única que me abre por tanto al verdadero lugar de mi encuentro con el amor eterno de Dios. Efectivamente, este amor […] busca al hombre todo, en el cuerpo de su historicidad, y le regala, en los signos sagrados de los sacramentos, una garantía de la respuesta divina en la que la pregunta abierta de la existencia humana alcanza su meta y su cumplimento».

Si se trata de encontrarse con Dios, no hay que jugar a los dados, hay que obrar de modo prudente y razonable, atendiendo a nuestra propia constitución como seres humanos y a la historia de la relación que Dios ha querido establecer con nosotros. La fe no se puede separar de lo fáctico, pero no se reduce a lo fáctico: «La fe es una comprensión, y la comprensión trasciende siempre la pura facticidad», dice también Ratzinger en otro de sus estudios.

¿Por qué ir a Misa? Si le hacemos esta pregunta a Pierangelo Sequeri nos dirá que, si se trata de identificar el punto de apoyo de la fe, habrá que reconocerlo en la capacidad de constituirse, ese lugar, como presencia real del Señor. Ese lugar es la celebración de la Eucaristía: «la celebración de la Eucaristía asume el relieve del lugar sacramental paradigmático de la presencia del Señor. Y, consiguientemente, el valor de referente simbólico de la cualidad y de la autenticidad de la fe; como confesión de su verdad, como sello de su ordenamiento comunitario, como fundamento del ejercicio de la entrega, como principio de la communio fraterna, como criterio de la idoneidad testimonial» (P. Sequeri, «Il Dio affidabile. Saggio di Teologia fondamentale», Brescia 1996, 751).

El sacramento de la Eucaristía y la vida cotidiana están estrechamente unidos. El rito ayuda a dar sentido a la vida cotidiana:

«La forma de la palabra, el gesto de la comunión, la postura de la plegaria, la intención de la mirada, el ritmo de las secuencias de aproximación y distancia, las operaciones del lavar y del nutrirse, del iluminar o del resguardar, del acoger y del despedir, del tocar y del no tocar, aluden a las muchas figuras de la existencia cotidiana y de los sentidos que repetidamente entran en juego en ellas. Pero, los evocan de modo sintético, con cadencias no funcionales y con volúmenes rarificados: para que precisamente su sentido último y su fundamento originario vengan simbólicamente a la evidencia. Y en tal evidencia puedan mostrar su ligamen con el sentido último y el fundamento originario de la presencia de Dios en la vida cotidiana» (Ibid., 757).

Un tercer teólogo, José Granados, explica que en los sacramentos tenemos la gramática de toda la transmisión del misterio. Los sacramentos establecen la atalaya desde donde estudiar la teología:

«Su primera función, por tanto, no es la de ser vistos, sino la de enseñarnos a ver; y también: a escuchar, tocar, gustar, en cuanto el espacio sacramental acoge en sí a toda la persona, con todos sus sentidos. La teología, mientras está unida a los sacramentos, nunca será teología abstracta, sino un saber arraigado en el cuerpo, en el espacio comunitario donde se vive la historia salvífica» (J. Granados García, «Tratado general de los sacramentos», Madrid 2017, 7).

Los sacramentos abren el espacio a la mirada o perspectiva sacramental que hace posible determinar la esencia de la fe. La nueva evangelización «requiere recuperar a un Dios que pueda ser tocado y gustado en la carne», dice José Granados.

¿Por qué ir a Misa? Porque la práctica sacramental abre espacios habitables donde Dios se manifiesta. La liturgia «no solo proporciona datos para conocer el dogma, sino que abre el ámbito donde acoger la revelación divina», dice Granados.

Donde Dios se hace presente florece la vida. El obrar cristiano es inseparable del rito sacramental. El «haced esto en memoria mía» resuena en el rito y abarca la globalidad de la existencia. Alcanza, incluso, a la creación entera, que está llamada a ser transformada por medio de nosotros en una «nueva ciudad», en el espacio de la inhabitación del Dios viviente.

La creación entera encuentra su finalidad en ser configurada por la Eucaristía.

Adornos florales







¿Podemos orar por los difuntos?

(Catholic.net) La Biblia nos dice que después de la muerte viene el juicio: «Está establecido que los hombres mueran una sola vez y luego viene el juicio» (Hebr. 9, 27). Después de la muerte viene el juicio particular donde «cada uno recibe conforme a lo que hizo durante su vida mortal» (2 Cor. 5, 10). Al fin del mundo tendrá lugar el «juicio universal» en el que Cristo vendrá en gloria y majestad a juzgar a los pueblos y naciones.

Es doctrina católica que en el juicio particular se destina a cada persona a una de estas tres opciones: Cielo, Purgatorio o Infierno.

-Las personas que en vida hayan aceptado y correspondido al ofrecimiento de salvación que Dios nos hace y se hayan convertido a El, y que al morir se encuentren libres de todo pecado, se salvan. Es decir, van directamente al Cielo, a reunirse con el Señor y comienzan una vida de gozo indescriptible «Bienaventurados los limpios de corazón -dice Jesús- porque ellos verán a Dios» (Mt. 5, 8).

-Quienes hayan rechazado el ofrecimiento de salvación que Dios hace a todo mortal, o no se convirtieron mientras su alma estaba en el cuerpo, recibirán lo que ellos eligieron: el Infierno, donde estarán separados de Dios por toda la eternidad.

-Y finalmente, los que en vida hayan servido al Señor pero que al morir no estén aún plenamente purificados de sus pecados, irán al Purgatorio. Allá Dios, en su misericordia infinita, purificará sus almas y, una vez limpios, podrán entrar en el Cielo, ya que no es posible que nada manchado por el pecado entre en la gloria: «Nada impuro entrará en ella (en la Nueva Jerusalén)» (Ap. 21, 27).

Aquí surge espontánea una pregunta cuya respuesta es muy iluminadora: ¿Para qué estamos en este mundo? Estamos en este mundo para conocer, amar y servir a Dios y, mediante esto, salvar nuestra alma. Dios nos coloca en este mundo para que colaboremos con El en la obra de la creación, siendo cuidadores de este «jardín terrenal» y para que cuidemos también de los hombres nuestros hermanos, especialmente de aquellos que quizás no han recibido tantos dones y «talentos» como nosotros. Este es el fin de la vida de cada hombre: Amar a Dios sobre todas las cosas y salvar nuestra alma por toda la eternidad.

¿Qué acontece, entonces, con los que mueren?

Ya lo dijimos: Los que mueren en gracia de Dios se salvan. Van directamente al cielo. Los que rechazan a Dios como Creador y a Jesús como Salvador durante esta vida y mueren en pecado mortal se condenan. También aquí la respuesta es clara y coincidente entre católicos y evangélicos.

-Pero, ¿qué ocurre con los que mueren en pecado venial o que no han satisfecho plenamente por sus pecados? Ahí está la diferencia entre católicos y evangélicos. Los católicos creemos en el Purgatorio. Según nuestra fe católica, el Purgatorio es el lugar o estado por medio del cual, en atención a los méritos de Cristo, se purifican las almas de los que han muerto en gracia de Dios, pero que aún no han satisfecho plenamente por sus pecados. El Purgatorio no es un estado definitivo sino temporal. Y van allá sólo aquellos que al morir no están plenamente purificados de las impurezas del pecado, ya que en el cielo no puede entrar nada que sea manchado o pecaminoso.

Ahora bien, según los evangélicos no hay Purgatorio porque no figura en la Biblia y Cristo salva a todos, menos a los que se condenan.

Para nosotros, los católicos hay Purgatorio y en cuanto a su duración podemos decir que después que venga Jesús por segunda vez y se ponga fin a la historia de la humanidad, el Purgatorio dejará de existir y sólo habrá Cielo e Infierno.

Por consiguiente, según nuestra fe católica, se pueden ofrecer oraciones, sacrificios y Misas por los muertos, para que sus almas sean purificadas de sus pecados y puedan entrar cuanto antes a la gloria a gozar de la presencia divina. Los evangélicos insisten en que la palabra «Purgatorio» es una pura invención de los católicos y que ni siquiera este nombre se halla en la Biblia. Nosotros argumentamos que tampoco está en la Biblia la palabra «Encarnación» y, sin embargo, todos creemos en ella. Tampoco está la palabra «Trinidad» y todos, católicos y evangélicos, creemos en este misterio. Por tanto, su argumentación no prueba nada.

En definitiva, el porqué de esta diferencia es muy sencillo. Ellos sólo admiten la Biblia, en cambio para nosotros, los católicos, la Biblia no es la única fuente de revelación. Nosotros tenemos la Biblia y la Tradición. Es decir, si una verdad se ha creído en forma sostenida e ininterrumpida desde Jesucristo hasta nuestros días es que es dogma de fe y porque el Pueblo de Dios en su totalidad no puede equivocarse en materia de fe porque el Señor ha comprometido su asistencia. Es el mismo caso de la Asunción de la Virgen a los cielos, que si bien no está en la Biblia, la Tradición cristiana la ha creído y celebrado desde los primeros tiempos, por lo que se convierte en un dogma de fe. Además esto lo ha reafirmado la doctrina del Magisterio durante los dos mil de fe de la Iglesia Católica.

La Tradición de la Iglesia Católica

La Tradición constante de la Iglesia, que se remonta a los primeros años del cristianismo, confirma la fe en el Purgatorio y la conveniencia de orar por nuestros difuntos. San Agustín, por ejemplo, decía: «Una lágrima se evapora, una rosa se marchita, sólo la oración llega hasta Dios». Además, el mismo Jesús dice que «aquel que peca contra el Espíritu Santo, no alcanzará el perdón de su pecado ni en este mundo ni en el otro» (Mt. 12, 32). Eso revela claramente que alguna expiación del pecado tiene que haber después de la muerte y eso es lo que llamamos el Purgatorio. En consecuencia, después de la muerte hay Purgatorio y hay purificación de los pecados veniales.

El Apóstol Pablo dice, además, que en el día del juicio la obra de cada hombre será probada. Esta prueba ocurrirá después de la muerte: «El fuego probará la obra de cada cual. Si su obra resiste al fuego, será premiado, pero si esta obra se convierte en cenizas, él mismo tendrá que pagar. El se salvará pero como quien pasa por el fuego» (1 Cor. 3, 15). La frase: «tendrá que pagar» no se puede referir a la condena del Infierno, ya que de ahí nadie puede salir. Tampoco puede significar el Cielo, ya que allá no hay ningún sufrimiento. Sólo la doctrina y la creencia en el Purgatorio explican y aclaran este pasaje. Pero, además, en la Biblia se demuestra que ya en el Antiguo Testamento, Israel oró por los difuntos. Así lo explica el Libro II de los Macabeos (12, 42-46), donde se dice que Judas Macabeo, después del combate oró por los combatientes muertos en la batalla para que fueran liberados de sus pecados. Dice así: «Y rezaron al Señor para que perdonara totalmente de sus pecados a los compañeros muertos». Y también en 2 Timoteo 1, 1-18, San Pablo dice refiriéndose a Onesíforo: «El Señor le conceda que alcance misericordia en aquel día».

Resumiendo, entonces, digamos que con nuestras oraciones podemos ayudar a los que están en el Purgatorio para que pronto puedan verse libres de sus sufrimiento y ver a Dios.

No obstante, como que en la práctica, cuando muere una persona, no sabemos si se salva o se condena, debemos orar siempre por los difuntos, porque podrían necesitar de nuestra oración. Y si ellos no la necesitan, le servirá a otras personas, ya que en virtud de la Comunión de los Santos existe una comunicación de bienes espirituales entre vivos y difuntos. Esto explica aquella costumbre popular de orar «por el alma más necesitada del Purgatorio».

Recuerdos de las Fiestas 2022