sábado, 30 de marzo de 2019

Cambios de color



Vídeo del Papa


Creado un Secretariado Pro Canonización para los nueve jóvenes asturianos

Con el fin de promover la pronta canonización de los beatos Seminaristas Mártires de Oviedo, se ha creado un Secretariado pro Canonización de estos nueve jóvenes, con sede en el Seminario Metropolitano. A tal efecto, se está difundiendo la siguiente oración: “Oh, Dios, que muestras tu poder actuando en la debilidad humana, te suplico que, si esa es tu voluntad, te dignes otorgar la pronta canonización de los beatos Ángel Cuartas Cristóbal y compañeros, mártires, y concederme, por su intercesión, esta gracia que te pido (pídase). Amén”. Aquellas personas que reciban un favor o gracia por intercesión de los Seminaristas Mártires, deberán comunicarlo a la siguiente dirección: Secretariado pro Canonización de los Seminaristas Mártires de Oviedo, calle Prado Picón, s/n 33008 Oviedo (Asturias). O al correo electrónico oviedoseminario@gmail.com.

Los Seminaristas Mártires, nueve jóvenes de edades comprendidas entre los 18 y los 25 años, fueron asesinados por su condición de cristianos y futuros sacerdotes entre los años 34 y 37 del pasado siglo, y beatificados en la Catedral el pasado 9 de marzo. Al acto acudió el cardenal Angelo Becciu, prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos, quien reconoció que estos jóvenes “no dudaron en confesar su amor por Cristo, subiendo con Él a la cruz”.

Repasando el Catecismo

El respeto a los muertos

2299 A los moribundos se han de prestar todas las atenciones necesarias para ayudarles a vivir sus últimos momentos en la dignidad y la paz. Deben ser ayudados por la oración de sus parientes, los cuales cuidarán que los enfermos reciban a tiempo los sacramentos que preparan para el encuentro con el Dios vivo.

2300 Los cuerpos de los difuntos deben ser tratados con respeto y caridad en la fe y la esperanza de la resurrección. Enterrar a los muertos es una obra de misericordia corporal (cf Tb 1, 16-18), que honra a los hijos de Dios, templos del Espíritu Santo.

2301 La autopsia de los cadáveres es moralmente admisible cuando hay razones de orden legal o de investigación científica. El don gratuito de órganos después de la muerte es legítimo y puede ser meritorio.

La Iglesia permite la incineración cuando con ella no se cuestiona la fe en la resurrección del cuerpo (cf CIC can. 1176, § 3).

Oración a San José

A Vos, bienaventurado San José, acudimos en nuestra tribulación; y, después de invocar el auxilio de vuestra Santísima Esposa,  solicitamos también confiadamente vuestro patrocinio.

Por aquella caridad que con la Inmaculada Virgen María, Madre de Dios, os tuvo unido, y por el paterno amor con que abrazasteis al Niño Jesús, humildemente os suplicamos volváis benigno los ojos a la herencia que con su Sangre adquirió Jesucristo, y con vuestro poder y auxilio socorráis nuestras necesidades.

Proteged, oh providentísimo Custodio de la Sagrada Familia, la escogida descendencia de Jesucristo; apartad de nosotros toda mancha de error y corrupción; asistidnos propicio, desde el Cielo, fortísimo libertador nuestro en esta lucha con el poder de las tinieblas; y, como en otro tiempo librasteis al Niño Jesús del inminente peligro de su vida, así, ahora, defended la Iglesia Santa de Dios de las asechanzas de sus enemigos y de toda adversidad, y a cada uno de nosotros protegednos con perpetuo patrocinio, para que, a ejemplo vuestro y sostenidos por vuestro auxilio, podamos santamente vivir y piadosamente morir y alcanzar en el Cielo la eterna felicidad. Amén

Canto cuaresmal



La idolatría, antítesis del Dios viviente. Por Raniero Cantalemessa, OFM Cap

Cada mañana, al despertar, experimentamos algo singular, a lo cual no hacemos caso casi nunca. Durante la noche, las cosas en torno a nosotros existían, eran como las habíamos dejado la noche anterior: la cama, la ventana, la habitación. Quizás fuera ya brilla el sol, pero no lo vemos porque tenemos los ojos cerrados y las cortinas cerradas. Sólo ahora, al despertar, las cosas empiezan o vuelven a existir para mí, porque tomo conciencia de ello, me doy cuenta de ellas. Antes era como si no existieran, como si yo mismo no existiera.

Sucede lo mismo con Dios. Él está siempre; «en él vivimos, nos movemos y existimos», decía Pablo a los atenienses (Hch 17,28); pero normalmente esto sucede como en el sueño, sin que nos demos cuenta. Es necesario, también para el espíritu de un despertar, un sobresalto de conciencia. Por eso, la Escritura nos exhorta a menudo a levantarnos del sueño: «Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz» (Ef 5,14). «¡Ya es tiempo de despertarse del sueño!» (Rom 13,11). Es lo que nos proponemos al continuar, en Cuaresma, la búsqueda del Dios vivo iniciada en Adviento.

La idolatría antigua y nueva

El Dios «vivo» de la Biblia está tan definido para distinguirlo de los ídolos que son cosas muertas. Es la batalla que une a todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento. Basta con abrir casi por casualidad una página de los profetas o de los salmos para encontrar allí los signos de esta épica lucha en defensa del Dios único de Israel. La idolatría es exactamente la antítesis del Dios vivo. De los ídolos, un salmo dice:

Sus ídolos, en cambio, son plata y oro,
hechura de manos humanas.
Tienen boca, y no hablan,
tienen ojos, y no ven,
tienen orejas, y no oyen,
tienen nariz, y no huelen,
tienen manos, y no tocan,
tienen pies, y no andan;
no tiene voz su garganta. (Sal 114,3-7).

Del contraste con los ídolos, el Dios vivo aparece como un Dios que «obra lo que quiere», que habla, que ve, que huele, ¡un Dios «que respira»! El aliento de Dios también tiene un nombre en la Escritura: se llama la Ruah Jahwe, el Espíritu de Dios. Es el hálito que Dios sopló sobre Adán cuando aún era un simulacro de arcilla (Gén 2,7); es el soplo que el Resucitado sopló sobre los discípulos la noche de Pascua: «Sopló sobre ellos y dijo: “Recibid el Espíritu Santo”» (Jn 20,22).

La batalla contra la idolatría lamentablemente no terminó con el fin del paganismo histórico; está siempre en acción. Los ídolos han cambiado de nombre, pero están más presentes que nunca. También dentro de cada uno de nosotros, veremos, hay uno que es el más temible de todos. Vale la pena por eso detenernos una vez sobre este problema, como problema actual, y no sólo del pasado.

Quien hizo de la idolatría el análisis más lúcido y más profundo es el Apóstol Pablo. Por él nos dejamos conducir al descubrimiento del «becerro de oro» que anida dentro de cada uno de nosotros. Al comienzo de la carta a los Romanos leemos estas palabras: «La ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres, que tienen la verdad prisionera de la injusticia. Porque lo que de Dios puede conocerse les resulta manifiesto, pues Dios mismo se lo manifestó. Pues lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son perceptibles para la inteligencia a partir de la creación del mundo a través de sus obras; de modo que son inexcusables, pues, habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron como Dios ni le dieron gracias; todo lo contrario, se ofuscaron en sus razonamientos, de tal modo que su corazón insensato quedó envuelto en tinieblas» (Rom 1,18-21).

En la mente de aquellos que han estudiado teología, estas palabras están vinculadas casi exclusivamente a la tesis de la cognoscibilidad natural de la existencia de Dios a partir de las criaturas. Por eso, una vez resuelto este problema, o después de que ha dejado de ser actual como en el pasado, sucede que muy raramente estas palabras son recordadas y valoradas. Pero lo de la cognoscibilidad natural de Dios es, en el contexto, un problema totalmente marginal. Las palabras del Apóstol tienen mucho más que decirnos; contienen uno de esos «truenos de Dios» capaces de partir incluso los cedros del Líbano.

El Apóstol está atento a demostrar cuál es la situación de la humanidad antes de Cristo y fuera de él; en otras palabras, desde donde parte el proceso de la redención. Él no parte desde cero, de la naturaleza, sino desde bajo cero, del pecado. Todos han pecado, nadie está excluido. El Apóstol divide el mundo en dos categorías: griegos y judíos, es decir, paganos y creyentes, y comienza su requisitoria precisamente por el pecado de los paganos. Identifica el pecado fundamental del mundo pagano en la impiedad y en la injusticia. Dice que es un atentado a la verdad; no a esta o a aquella verdad, sino a la verdad originaria de todas las cosas.

El pecado fundamental, el objeto primario de la ira divina, es identificado en la asebeia, es decir, en la impiedad. En qué consiste exactamente esta maldad, el Apóstol lo explica enseguida, diciendo que consiste en el rechazo de «glorificar» y «dar gracias a Dios». En otras palabras, rechazar reconocer a Dios como Dios, al no tributarle la consideración que le es debida. Consiste, podríamos decir, en «ignorar» a Dios, donde, sin embargo, ignorar no significa tanto «no saber que existe», cuanto «hacer como si no existiera».

En el Antiguo Testamento oímos a Moisés que clama al pueblo: «¡Reconoced que Dios es Dios!» (cf. Dt 7,9) y un salmista recoge dicho grito, diciendo: «¡Reconoced que el Señor es Dios: Él nos ha hecho y somos suyos!» (Sal 100,3). Reducido a su núcleo germinativo, el pecado es negar ese «reconocimiento»; es el intento, por parte de la criatura, de anular la infinita diferencia cualitativa que existe entre la criatura y el Creador, negándose a depender de él. Dicho rechazo ha tomado cuerpo, concretamente, en la idolatría, por la cual se adora a la criatura en lugar del Creador (cf. Rom 1,25). Los paganos, prosigue el Apóstol, «alardeando de sabios, resultaron ser necios y cambiaron la gloria del Dios inmortal por imágenes del hombre mortal, de pájaros, cuadrúpedos y reptiles» (Rom 1,22-23).

El Apóstol no quiere decir que todos los paganos, indistintamente, hayan vividos subjetivamente en este tipo de pecado (más adelante hablará de paganos que se hacen queridos a Dios siguiendo la ley de Dios escrita en sus corazones, cf. Rom 2,14s); solo quiere decir cuál es la situación objetiva del hombre ante Dios tras el pecado. El hombre, creado «recto» (en sentido físico de erguido y en lo moral de justo), con el pecado se ha hecho «curvo», es decir, replegado sobre sí mismo, y «perverso», es decir orientado hacia sí mismo, en lugar de hacia Dios.

En la idolatría, el hombre no «acepta» a Dios, sino que se hace un dios. Las partes aparecen invertidas: el hombre se convierte en el alfarero, y Dios la vasija que él modela a su antojo (cf. Rom 9,20ss). Hay en todo ello una referencia, al menos implícita, al relato de la creación (cf. Gén 1,26-27). Allí se dice que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza; aquí se dice que el hombre ha cambiado por Dios la imagen y la figura de hombre corruptible. En otras palabras, Dios hizo al hombre a su imagen, ahora el hombre hace a Dios a su imagen. Puesto que el hombre es violento, he aquí que hará de la violencia un dios, Marte; puesto que es lujurioso, hará de la lujuria una diosa, Venus, y así sucesivamente. Hace de Dios la proyección de sí mismo.

«¡Tú eres ese hombre!»

Sería fácil demostrar que ésta es también la situación en la que, por cierto lado, nos hemos encontrado, en Occidente, desde el punto de vista religioso y del que ha comenzado el ateísmo moderno con la célebre máxima de Feuerbach: «No es Dios quien ha creado al hombre a su imagen, sino que es el hombre quien crea a Dios a su imagen». ¡En cierto sentido hay que admitir que esta afirmación es verdadera! Sí, Dios es realmente un producto de la mente humana. Sin embargo, el problema es saber de qué dios se trata. Ciertamente no del Dios vivo de la Biblia, sino sólo de un sucedáneo suyo.

Imaginemos que hoy un desequilibrado la toma a martillazos con la estatua del David, de Miguel Ángel, que se encuentra al aire libre, delante del Palazzo della Signoria en Florencia, y luego se pone a gritar con aire de triunfo: «¡He destruido el David de Miguel Ángel! ¡Ya no existe el David! ¡Ya no existe el David!» No sabe, pobre iluso, que era sólo una imitación, una copia para turistas con prisa, porque el verdadero David de Miguel Ángel, tras un atentado de este tipo ocurrido en el pasado, fue retirado de la circulación y puesto a salvo en la Galería de la Academia. Es lo que le sucedió a Nietzsche cuando, por boca de un personaje suyo, proclamó: «¡Hemos matado a Dios!»[1]. No se daba cuenta de que no había matado al verdadero Dios, sino una copia de «escayola».

Basta una simple observación para convencerse de que el ateísmo moderno no ha tenido que ver con el Dios de la fe cristiana, sino con una idea deformada de él. Si se hubiera mantenido viva en teología la idea del Dios Uno y Trino (en lugar de hablar de un vago «Ser supremo»), no habría sido tan fácil para Feuerbach hacer triunfar su tesis de que Dios es una proyección que el hombre hace de sí mismo y de la propia esencia. ¿Qué necesidad tendría el hombre de desdoblarse en tres: Padre, Hijo y Espíritu Santo? Es el vago deísmo lo que es derribado por el ateísmo moderno, no la fe en Dios uno y trino.

Pero pasemos a otra cosa. Nosotros no estamos aquí para refutar el ateísmo moderno o para un curso de teología pastoral; estamos aquí para hacer un camino de conversión personal. ¿Qué parte tenemos nosotros —entiendo ahora «nosotros» en el sentido de nosotros que estamos aquí, nosotros los creyentes—, en la tremenda requisitoria de la Biblia contra la idolatría? Según lo dicho hasta aquí, parecería, en efecto, que nosotros tenemos, más que otra cosa, un papel de acusadores. Pero escuchemos bien lo que sigue en la Carta de Pablo a los Romanos. Después de haber arrancado la máscara del rostro del mundo, en ella el Apóstol arranca la máscara también por nuestro rostro y veamos cómo.

«Por ello, tú que te eriges en juez, sea quien seas, no tienes excusa, pues, al juzgar a otro, a ti mismo te condenas, porque haces las mismas cosas, tú que juzgas. Sabemos que el juicio de Dios contra los que hacen estas cosas es según verdad. ¿Piensas acaso, tú que juzgas a los que hacen estas cosas pero actúas del mismo modo, que vas a escapar del juicio divino?» (Rom 2,1-3).

La Biblia narra esta historia. El rey David había cometido un adulterio; para cubrirlo había hecho morir en la guerra al marido de la mujer, de modo que, en ese punto, tomarla como mujer podía parecer incluso un acto de generosidad por parte del rey, respecto del soldado muerto luchando por él. Una verdadera cadena de pecados. Se acercó entonces a él el profeta Natán, enviado por Dios, y le contó una parábola (pero el rey no sabía que era una parábola). Había —dijo—, en la ciudad, un hombre rico que tenía rebaños de ovejas y había también un pobrecillo que tenía una sola oveja muy querida para él, de la cual obtenía su sustento y que dormía con él. Llegó al rico un huésped y él, conservando sus ovejas, tomó para sí la ovejita del pobre y la hizo matar por preparar la mesa al huésped. Al oír esta historia, la ira de David se desencadenó contra ese hombre y dijo: «¡Quien ha hecho esto merece la muerte!» Entonces Natán, abandonando de golpe la parábola y apuntando con el dedo hacia él, dijo a David: «¡Tú eres ese hombre!» (cf. 2 Sam 12,1ss).

Es lo que hace con nosotros el Apóstol Pablo. Después de habernos arrastrado detrás de sí en una justa indignación y horror por la impiedad del mundo, pasando por el capítulo primero al capítulo segundo de su Carta, como si se dirigiera de golpe hacia nosotros, nos repite: «¡Tú eres ese hombre!». La reaparición, en este punto, del término «inexcusable» (anapologetos), usado anteriormente para los paganos, no deja dudas sobre las intenciones de Pablo. Mientras juzgabas a los demás —viene a decir—, tú te condenabas a ti mismo. El horror que has concebido por la idolatría es hora de dirigirlo contra ti.

El «dirimente», a lo largo del capítulo segundo, se revela que es el judío que aquí, sin embargo, es tomado, más que otra cosa, como tipo. «Judío» es el no-griego, el no-pagano (cf. Rom 2,9-10); es el hombre piadoso y creyente que, firme en sus principios y en posesión de una moral revelada, juzga al resto del mundo y, juzgando, se siente seguro. «Judío» es, en este sentido, cada uno de nosotros. Orígenes decía incluso que, en la Iglesia, con quienes se las toma estas palabras del Apóstol son los obispos, presbíteros y diáconos, es decir, los guías, los maestros[2].

Pablo ha experimentado él mismo este shock, cuando, como fariseo, se hizo cristiano, y por eso puede hablar ahora con tanta seguridad y señalar a los creyentes el camino para salir del fariseísmo. Él desenmascara la ilusión extraña y frecuente de las personas piadosas y religiosas de considerarse al abrigo de la cólera de Dios, sólo porque tienen una clara idea del bien y del mal, conocen la ley y, si fuera necesario, la saben aplicar a los demás, mientras que, en cuanto a sí mismos, piensan que el privilegio de estar del lado de Dios o, de todos modos, la «bondad» y la «paciencia» de Dios, que conocen bien, harán una excepción para ellos.

Imaginemos esta escena. Un padre está reprochando a uno de sus hijos por alguna transgresión; otro hijo, que ha cometido la misma culpa, creyendo ganarse la simpatía del padre y escapar al reproche, se pone a gritar también él, en voz alta, el hermano, mientras que el padre se esperaba otra cosa, es decir, que, oyendo que reprochar al hermano y viendo su bondad y paciencia hacia él, él corriera a arrojarse a los pies, confesando que él también era reo de la misma culpa y prometiéndole enmendarse.

«¿O es que desprecias el tesoro de su bondad, tolerancia y paciencia, al no reconocer que la bondad de Dios te lleva a la conversión? Con tu corazón duro e impenitente te estás acumulando cólera para el día de la ira, en que se revelará el justo juicio de Dios» (Rom 2,4-5).

¡Qué terremoto el día que te das cuenta de que la palabra de Dios está hablando de este modo precisamente a ti y que ese «tú» eres tú! Ocurre como cuando un jurista está concentrado en analizar una famosa sentencia de condena emitida en el pasado y que sentó jurisprudencia cuando, de repente, observando mejor, se da cuenta de que esa sentencia se aplica también a él y está todavía en pleno vigor: cambia de golpe el estado de ánimo y el corazón deja de estar seguro de sí mismo. Aquí la palabra de Dios está comprometida en un auténtico tour de force; debe revertirse la situación de aquel que la está tratando. Aquí no hay escapatoria: hay que «colapsar» y decir como David: «¡He pecado!» (2 Sam 12,13), o se produce un endurecimiento ulterior del corazón y se refuerza la impenitencia. De la escucha de esta palabra de Pablo se sale o convertidos o endurecidos.

Pero, ¿cuál es la acusación específica que el Apóstol dirige contra los «piadosos»? La de hacer —dice— «las mismas cosas» que juzgan en los demás. ¿En qué sentido «las mismas cosas»? ¿En el sentido de materialmente las mismas? También esto (cf. Rom 2,21-24); pero sobre todo las mismas cosas, en cuanto a la sustancia, que es la maldad y la idolatría. El Apóstol lo destaca mejor durante el resto de su Carta, cuando denuncia la pretensión de salvarse con las propias obras y así hacer de sí mismos los acreedores y de Dios, el deudor. Si tú, viene a decir, observas la ley y haces todo tipo de buenas obras, pero para afirmar tu justicia, te pones a ti mismo en el lugar de Dios. Pablo no hace más que repetir con otras palabras lo que Jesús, en el Evangelio, había tratado de decir con la parábola del fariseo y del publicano en el templo y en otros infinitos modos.

Aplicamos el todo a nosotros cristianos, puesto que, como decíamos, el objetivo de Pablo no son tanto los judíos como pueblo, cuanto el hombre religioso en general y en el caso específico de los llamados «judeo-cristianos». Hay una idolatría escondida que insidia al hombre religioso. Si idolatría es «adorar la obra de sus manos» (cf. Is 2,8; Os 14,4), si idolatría es «poner la criatura en lugar del Creador», yo soy idólatra cuando pongo la criatura —mi criatura, la obra de mis manos— en lugar del Creador. Mi criatura puede ser la casa o la iglesia que construyo, la familia que creo, el hijo que he traído al mundo (¡cuántas mamás, también cristianas, sin darse cuenta, hacen de su hijo, especialmente si es único, su Dios!); puede ser el instituto religioso que he fundado, el cargo que desempeño, el trabajo que realizo, la escuela que dirijo, para mí que os hablo el libro que escribí precisamente sobre la Carta a los Romanos.

En el fondo de toda idolatría está la autolatría, el culto de sí, el amor propio, el ponerse a sí mismo en el centro y en el primer puesto en el universo, sacrificándole todo el resto. Basta que aprendamos a escucharnos mientras hablamos para descubrir cómo se llama nuestro ídolo, pues, como dice Jesús, «de la abundancia del corazón habla la boca » (Mt 12,34). Nos daremos cuenta de cuántas frases nuestras comienzan con la palabra «yo».

El resultado es siempre la impiedad, el no glorificar a Dios, sino siempre y sólo a sí mismos, el hacer servir el bien, también el servicio que prestamos a Dios —¡también Dios!—, al propio éxito y a la propia afirmación personal. Muchos árboles de tronco alto tienen raíz fusiforme, una raíz madre que desciende perpendicularmente bajo el tronco y hace que la planta esté firme e inquebrantable. Mientras no se pone el hacha en esa raíz, se pueden cortar todas las raíces laterales, pero el árbol no cae. Ese lugar es muy estrecho, no hay lugar para dos: o está mi yo, o está Cristo.

Quizás, entrando en mí mismo, estoy dispuesto, en este momento, a reconocer la verdad, es decir, que hasta ahora he vivido «para mí mismo», que también estoy implicado en el misterio de la impiedad. El Espíritu Santo me ha «convencido de pecado». Comienza para mí el milagro siempre nuevo de la conversión. Si el pecado, como nos explicó Agustín, consistió en un repliegue sobre sí mismos, la conversión más radical consiste en «enderezarnos» y re-dirigirnos a Dios. No podemos hacerlo en el transcurso de una predicación, o de una Cuaresma; pero podemos al menos tomar la decisión seria de hacerlo, y ya en cierto modo, para Dios, como haberlo hecho.

Si me alineo con todo mí yo en la parte de Dios, contra mi «yo», me hago su aliado; somos dos en luchar contra el mismo enemigo y la victoria está asegurada. Nuestro yo, como un pez sacado fuera de su agua, puede deslizarse aún y menearse un poco, pero está destinado a morir. Pero no es un morir, sino un nacer. «Quien quiere salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mi causa, la encontrará» (Mt 16,25). En la medida en que muere el hombre viejo, nace en nosotros «el hombre nuevo, creado según Dios en justicia y en la verdadera santidad» (Ef 4,24). El hombre o la mujer que todos secretamente queremos ser.

Dios nos ayude a realizar cada vez más la verdadera empresa de la vida que es nuestra conversión.

[1] Friedrich Nietzsche, La gaia ciencia, n. 125.

[2] Orígenes, Comentario de la Carta a los Romanos, 2,2: PG 14,873.

© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

Papa Francisco: «Sin Dios no se puede vencer el mal»

(InfoCatólica) El Pontífice presidió ayer la liturgia penitencial en la Basílica Vaticana. Fue el primero el confesarse a la vista de todos. Tras él, numerosos fieles se acercaron a los confesionarios de la Basílica a confesarse.

Homilía del Papa en la Misa:

«Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia» (In Io. Ev. tract. 33,5). Así encuadra san Agustín el final del Evangelio que hemos escuchado recientemente. Se fueron los que habían venido para arrojar piedras contra la mujer o para acusar a Jesús siguiendo la Ley. Se fueron, no tenían otros intereses. En cambio, Jesús se queda. Se queda, porque se ha quedado lo que es precioso a sus ojos: esa mujer, esa persona. Para él, antes que el pecado está el pecador. Yo, tú, cada uno de nosotros estamos antes en el corazón de Dios: antes que los errores, que las reglas, que los juicios y que nuestras caídas. Pidamos la gracia de una mirada semejante a la de Jesús, pidamos tener el enfoque cristiano de la vida, donde antes que el pecado veamos con amor al pecador, antes que los errores a quien se equivoca, antes que la historia a la persona.

«Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia». Para Jesús, esa mujer sorprendida en adulterio no representa un parágrafo de la Ley, sino una situación concreta en la que implicarse. Por eso se queda allí, en silencio. Y mientras tanto realiza dos veces un gesto misterioso: «escribe con el dedo en el suelo» (Jn 8,6.8). No sabemos qué escribió, y quizás no es lo más importante: el Evangelio resalta el hecho de que el Señor escribe. Viene a la mente el episodio del Sinaí, cuando Dios había escrito las tablas de la Ley con su dedo (cf. Ex 31,18), tal como hace ahora Jesús. Más tarde Dios, por medio de los profetas, prometió que no escribiría más en tablas de piedra, sino directamente en los corazones (cf. Jr 31,33), en las tablas de carne de nuestros corazones (cf. 2 Co 3,3). Con Jesús, misericordia de Dios encarnada, ha llegado el momento de escribir en el corazón del hombre, de dar una esperanza cierta a la miseria humana: de dar no tanto leyes exteriores, que a menudo dejan distanciados a Dios y al hombre, sino la ley del Espíritu, que entra en el corazón y lo libera. Así sucede con esa mujer, que encuentra a Jesús y vuelve a vivir. Y se marcha para no pecar más (cf. Jn 8,11). Jesús es quien, con la fuerza del Espíritu Santo, nos libra del mal que tenemos dentro, del pecado que la Ley podía impedir, pero no eliminar.

Sin embargo, el mal es fuerte, tiene un poder seductor: atrae, cautiva. Para apartarse de él no basta nuestro esfuerzo, se necesita un amor más grande. Sin Dios no se puede vencer el mal: solo su amor nos conforta dentro, solo su ternura derramada en el corazón nos hace libres. Si queremos la liberación del mal hay que dejar actuar al Señor, que perdona y sana. Y lo hace sobre todo a través del sacramento que estamos por celebrar. La confesión es el paso de la miseria a la misericordia, es la escritura de Dios en el corazón. Allí leemos que somos preciosos a los ojos de Dios, que él es Padre y nos ama más que nosotros mismos.

«Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia». Solo ellos. Cuántas veces nos sentimos solos y perdemos el hilo de la vida. Cuántas veces no sabemos ya cómo recomenzar, oprimidos por el cansancio de aceptarnos. Necesitamos comenzar de nuevo, pero no sabemos desde dónde. El cristiano nace con el perdón que recibe en el Bautismo. Y renace siempre de allí: del perdón sorprendente de Dios, de su misericordia que nos restablece. Solo sintiéndonos perdonados podemos salir renovados, después de haber experimentado la alegría de ser amados plenamente por el Padre. Solo a través del perdón de Dios suceden cosas realmente nuevas en nosotros. Volvamos a escuchar una frase que el Señor nos ha dicho por medio del profeta Isaías: «Realizo algo nuevo» (Is 43,18). El perdón nos da un nuevo comienzo, nos hace criaturas nuevas, nos hace ser testigos de la vida nueva. El perdón no es una fotocopia que se reproduce idéntica cada vez que se pasa por el confesionario. Recibir el perdón de los pecados a través del sacerdote es una experiencia siempre nueva, original e inimitable. Nos hace pasar de estar solos con nuestras miserias y nuestros acusadores, como la mujer del Evangelio, a sentirnos liberados y animados por el Señor, que nos hace empezar de nuevo.

«Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia». ¿Qué hacer para dejarse cautivar por la misericordia, para superar el miedo a la confesión? Escuchemos de nuevo la invitación de Isaías: «¿No lo reconocéis?» (Is 43,18). Reconocer el perdón de Dios es importante. Sería hermoso, después de la confesión, quedarse como aquella mujer, con la mirada fija en Jesús que nos acaba de liberar: Ya no en nuestras miserias, sino en su misericordia. Mirar al Crucificado y decir con asombro: «Allí es donde han ido mis pecados. Tú los has cargado sobre ti. No me has apuntado con el dedo, me has abierto los brazos y me has perdonado otra vez». Es importante recordar el perdón de Dios, recordar la ternura, volver a gustar la paz y la libertad que hemos experimentado. Porque este es el corazón de la confesión: no los pecados que decimos, sino el amor divino que recibimos y que siempre necesitamos. Sin embargo, nos puede asaltar una duda: «no sirve confesarse, siempre cometo los mismos pecados». Pero el Señor nos conoce, sabe que la lucha interior es dura, que somos débiles y propensos a caer, a menudo reincidiendo en el mal. Y nos propone comenzar a reincidir en el bien, en pedir misericordia. Él será quien nos levantará y convertirá en criaturas nuevas. Entonces reemprendamos el camino desde la confesión, devolvamos a este sacramento el lugar que merece en nuestra vida y en la pastoral.

«Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia». También nosotros vivimos hoy en la confesión este encuentro de salvación: nosotros, con nuestras miserias y nuestro pecado; el Señor, que nos conoce, nos ama y nos libera del mal. Entremos en este encuentro, pidiendo la gracia de redescubrirlo.

La Basílica más antigua de la diócesis. Por Agustín Hevia Ballina

(Iglesia de Asturias) El veinte de agosto del año del Señor de 1872, puede apuntarse como un hito señero en el discurrir de la vida catedralicia. El Obispo de Oviedo D. Benito Sanz y Forés, que tantos méritos acumuló en relación al engrandecimiento de su catedral y no menos con el embellecimiento de Covadonga, solicitaba a Su Santidad el Papa Pío IX la gracia de que concediera a su templo catedralicio el título de Basílica Menor, con todos las repercusiones canónicas y litúrgicas, que se consideraban inherentes y anejas a tan honorífico título. Se adelantaba al mismo tiempo a la espléndida restauración que planeaba llevar a cabo del retablo mayor catedralicio, el tercero en importancia de los retablos góticos de España, que venía a serlo tal, tras los de Toledo y Sevilla.

Se manifestó la munificencia y favor del Romano Pontífice accediendo a las “vehementes preces del querido hijo, el Venerable Hermano, Obispo de Oviedo, D. Benito Sanz y Forés, mediante las Letras Apostólicas, de 20 de agosto de 1872, haciendo honra a la celebridad de la ciudad de Oviedo y de su catedral, al esplendor de las mismas, al gran número y dignidad de las sagradas reliquias, que el pueblo cristiano acude, numerosísimo, en peregrinación, a adorar y venerar”

El venerable anciano, que ya lo era, el Santo Padre Pío IX, en virtud de las Letras Apostólicas, ya aludidas, valiéndose de su apostólica autoridad vino en erigir y erigió en Basílica Menor a la Iglesia Catedral de Oviedo, y a ella vino a conceder todos y cada uno de los derechos, privilegios, prerrogativas, honores y preeminencias de que disfrutan y gozan, en la ciudad santa, que es Roma, las basílicas menores, tal como en el presente los tengan o puedan en el futuro tenerlos y disfrutarlos.

La repercusión de la noticia en los ámbitos diocesanos fue in-mensa. La prensa se hizo eco de la importancia de la concesión. Las actas capitulares dejaron constancia del significado gozoso que entrañaba la efeméride, tomando el pertinente acuerdo de dejar constancia para futura memoria del acuerdo de fijar una lápida en la pared del lado izquierdo del crucero. En ella, en conciso y expresivo texto latino, que te traduzco, quedó el testimonio de la efeméride: “Con su munificencia y favor, el Sumo Pontífice, Pío IX, enriqueció con privilegios esta Santa Iglesia Catedral, a 20 de agosto de 1872”.

Y singularmente, el Boletín Eclesiástico del Obispado publicó, también en gratísimo latín, una disertación, cuyo título queda así reflejado: “Disertación sobre la Doctrina Canónica acerca de los privilegios concedidos a iglesias especialmente relevantes, pronunciada en alabanza y loa de la Santa Catedral Ovetense, por el título de Basílica recientemente concedido, disertación tenida en la cátedra de Disciplina Eclesiástica del Seminario Conciliar de esta diócesis en la fiesta del aniversario de la Dedicación de la Iglesia”. El autor era D. José Messeguer y Costa, Secretario de Cámara y Gobierno de Sanz y Forés. Catedrático de Disciplina Eclesiástica. Fue nombrado Obispo de Lérida en 1889 y Arzobispo de Granada en 1905, donde murió el 9 de diciembre de 1920.

Del texto de esta disertación se hizo una edición aparte del Boletín, que recientemente tuve la suerte de incorporar a mi librería personal. No puedo dejar de aflorar mi vena de bibliófilo. Sobre su contenido tengo en vía una análisis más pormenorizado de algunos aspectos singulares de este hermoso texto, que ha sido incorporado a los propios de la diócesis, reformados según el Concilio Vaticano II.

jueves, 7 de marzo de 2019

La fe inquebrantable de los mártires

(Iglesia de Asturias) 

El religioso asturiano Fidel González ofreció una charla sobre los futuros beatos

La importancia de no olvidar, en la diócesis, el testimonio de nuestros mártires, fue una de las ideas fundamentales que recalcó con rotundidad el pasado martes el sacerdote y misionero comboniano Fidel González, Relator en Roma de la Causa de los Seminaristas Mártires, en el transcurso de la conferencia que impartió en el Aula Magna del Seminario ante un buen número de sacerdotes y laicos. Estuvo acompañado por el Arzobispo de Oviedo, Mons. Jesús Sanz, el Rector del Seminario, Sergio, y el Delegado para las Causas de los Santos, Manuel Robles.

Este doctor en Historia, en Teología y en Humanidades natural de Levinco (concejo de Aller), colabora estrechamente con la Congregación vaticana para las Causas de los Santos, y ha participado ya en más de 200 causas de martirio de la persecución religiosa en el siglo XX en España, aunque como él mismo quiso recordar, nunca se imaginó que iba a ostentar la responsabilidad de “Relator” de los seminaristas mártires asturianos, de quienes oyó hablar de pequeño en el mismo Seminario de Oviedo, donde nació su vocación sacerdotal y misionera. Un papel, el de Relator, que, según explicó, “no tiene nada que ver con la postulación. Eso es otra cosa –afirmó–, ellos serían los abogados. El Relator es el que prepara todas las cuestiones de carácter histórico, jurídico, procesal y las lleva adelante. Y es el que pone las objeciones delante de los historiadores, teólogos y cardenales. No es el Relator el que da un juicio o tiene que defender una causa”, quiso aclarar ante los presentes.

En el comienzo de su intervención, el padre Fidel González quiso recordar los orígenes de la Segunda República en España, y sin “entrar en cuestiones políticas, porque no es el lugar”, recordó que venía de lejos “un deseo manifiesto de luchar por una España totalmente regenerada; al menos, desde la llamada generación de 1898, con el desastre y hundimiento de lo que quedaba del Imperio Español”. Aquella época fue “el punto de partida de nuevas generaciones intelectuales y literarias”, dijo, y además, “en el viejo sistema monárquico creían ya pocos intelectuales, e incluso aún menos políticos por considerarlo caduco. Y la Iglesia oficial española se encontraba bastante somnolienta e incapaz de reaccionar ante aquel deplorable estado de cosas sociales. Así, se llega a la proclamación de una Segunda República a la que nadie seriamente se opuso”. En aquellos años, si bien había un grupo de hombres “que aceptaban la República porque se daban cuenta de la necesidad de transformaciones sociales profundas y creían que el nuevo régimen podría conseguirlo”, y que al mismo tiempo “querían instaurar un orden republicano donde hubiera una sana laicidad y de respeto por la tradición histórica española”. Sin embargo pronto, reseñó el religioso comboniano “se vio la dificultad, cuando la República se vio controlada por ideologías extremas”.


Así nació por ejemplo el “experimento revolucionario en Asturias de octubre de 1934”, afirmó el Relator de la Causa, que “degenera por una parte en la persecución religiosa anticatólica, primero legal, y en seguida violenta y sangrienta, donde se llegó al exterminio sistemático de muchos sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas y seglares católicos e incluso al llamado “martirio de las cosas”.

Tras citar un buen número de autores y volúmenes dedicados a estos años de la historia en España, que forman parte de su biblioteca y que como Relator en este tipo de causas de martirio en el siglo XX español ha tenido que leer y estudiar, el religioso destacó algunas de las cifras de la persecución religiosa en nuestro país que recogen los historiadores, como Antonio Montero, autor del libro “Historia de la persecución religiosa en España”, volumen fundamental, dijo, “del que todos bebemos”. Montero cuantifica los asesinados por causa de su fe en el siglo XX española en “12 obispos y un administrador apostólico; 4.184 sacerdotes diocesanos; 2.365 religiosos y 283 religiosas, sin contar los seglares, que él los calcula en 6.845”.

“En Asturias, estas cifras ascienden al menos a 191 los asesinados a lo largo de toda esta persecución”, afirmó el sacerdote. “Quiero subrayar y esto tiene que quedar muy claro pues está demostrado –recalcó– que la verdadera y efectiva persecución religiosa se puede datar a partir del 11 de mayo de 1931 cuando en toda España fueron quemadas en el fuego no menos de 500 iglesias en un solo día. Mientras las autoridades de la República, el católico confeso Alcalá Zamora y un ministro de la gobernación, también católico confeso, Antonio Maura, estuvieron al margen de todo y ordenaron a la guardia civil no entrometerse”. “En este torbellino antirreligioso –añadió– lo que se pretendía era borrar no solo el hecho católico en abstracto, sino también a las personas que lo representaban: curas, frailes, monjas, o militantes, y los seminaristas como es lógico”.

“El movimiento de octubre que empieza aquí en Asturias –afirmó el Relator de la causa de los seminaristas mártires– no sólo resultó el más sangriento de cuantos la izquierda revolucionaria emprendió hasta entonces en Europa desde 1917, sino también el mejor organizado y armado. La doctrina de Marx que la sustenta y la propia historia de Rusia y países satélites nos han dejado bien claro que una de las manifestaciones más genuinas de la dictadura del proletariado era la exigencia de erradicar del hombre su sentido religioso, y como medio, la necesidad de acabar con la Iglesia considerada enemiga principal junto al mundo capitalista, y el avance, según ellos, del proletariado. Para acabar con la Iglesia había que terminar con iglesias, sus instituciones, etc., pero sobre todo con las personas que la encarnaban”.

Esto explica, para el ponente, que en los testimonios de los martirios o en los documentos de la época se encuentren repetidas docenas de veces “expresiones que explican con claridad que se trataba de una decisión colectiva, una obligación consciente, casi una responsabilidad llevada a cabo sin el menor escrúpulo: es un fraile, es un cura, hay que matarlo”.

En el caso de los seminaristas mártires que serán beatificados este sábado en la Catedral, lo cierto es que eran perfectamente conscientes del peligro que corrían acudiendo aquel curso al Seminario. Según explicó el padre Fidel González, el capellán de la beneficiencia de la Diputación de Oviedo recordaba que hacía mucho tiempo que perseguían al Seminario y que meses antes del asalto ya custodiaban la casa por la noche por temor al incendio. “Este dato es revelador –incidió–. Porque si la persecución se arrastraba desde el curso anterior, quiere decir que los que acudieron al Seminario en el 34 y el 35 sabían a qué se exponían y no huyeron del peligro”.

“Entonces la pregunta que yo me hago: ¿por qué volvían al Seminario cuando sabían lo que se estaba cociendo, lo que iba a suceder?” manifestó el sacerdote, recordando al mismo tiempo que los jóvenes procedían de ambientes donde se conocía el estado de la situación social y política: “Venían de las cuencas mineras, eran hijos de mineros, de agricultores, de marineros, eran personas que durante el verano tenían que ganarse el pan y trabajar y pagarse los estudios, que a duras penas conseguían. No eran lumbreras en inteligencia, pero tenía un sentido de pertenencia eclesial y de fe tan sumamente arraigada que, a pesar de que habían recibido consejos de que no volviesen al Seminario, a veces incluso por parte de los mismos párrocos y sin embargo ellos decidieron volver, sabiendo a lo que se exponían”.

Aplicando la doctrina tradicional de la Iglesia sobre el martirio a estos casos, se “demuestra claramente su existencia”, manifestó el Relator: “En el caso de los nueve seminaristas, no hubo proceso alguno, sino una simple eliminación física, precedido algunas veces por torturas físicas y siempre por morales. De estos nueve, seis fueron detenidos el 7 de octubre de 1934, fueron conducidos por la calle Santo Domingo de Oviedo, hoy padre Suárez, y fusilados en los aledaños de la calle llamada Travesía del Monte de Santo Domingo, ahora calle San Melchor García San Pedro. Los pararon junto a un portón, hoy abatido, cerca de la entrada de los autobuses de la compañía de entonces llamada El Carbonero, y allí los fusilaron gritando ellos Viva Cristo Rey. El fusilamiento tendría lugar entre las 12 del mediodía y la 1 de la tarde, según testimonia uno de los seminaristas que fue fusilado pero no llegó a morir”.

“Ese domingo también fueron asesinados en Mieres el sacerdote don Graciniano González, cura ecónomo de San Esteban de las Cruces. Tenía 27 años cuando fue fusilado. Después de ese mismo día fueron asesinados otros muchos, pero el 8 de octubre en el mercado de San Lázaro, no muy lejos del lugar del asesinato de los seminaristas, fue el turno del Vicario General, don Juan Bautista Puerte, el canónigo profesor del Seminario, don Aurelio Gago, y el padre Paúl Vicente Pastor Vicente, hoy ya beatificado. En la noche de ese mismo día fueron fusilados también en Turón los hermanos de La Salle y el padre Pasionista que los seguía como confesor. Estos están ya canonizados”, explicó.

Con todo ello, el Relator de la Causa de los seminaristas mártires en Roma, quiso finalizar recordando que “merecería la pena tomar en serio todas estas causas de sacerdotes y seminaristas, aunque hay otros muchos”.

“La sangre de los mártires es semilla de cristianos”, afirmó. “¿Qué hubiera sucedido si los cristianos en la Antigua Roma no se hubieran preocupado de recordar a quienes murieron por causa de su fe? Eso fue lo que dio a la historia de la Iglesia el culto de los mártires, el origen de las iglesias consagradas a la memoria de los mártires. Perdonen mi dureza en esto, pero Asturias tiene el deber de llevar adelante una cantidad grande de mártires, que ni murieron por motivos políticos, ni estaban inscritos en un partido, sino que murieron por lo que eran y lo que representaban”.

miércoles, 6 de marzo de 2019

Abre el corazón al Padre tierno y compasivo. Por Hna. Águeda Mariño Rico O.P.

Hoy es un día de esos especialmente señalados en la liturgia, cargados de simbología, muchas veces, de cierta superstición en su práctica. Nos abre la puerta a la Cuaresma, ese largo tiempo de camino, de peregrinaje por nuestro mundo interior, por las huellas que dejamos en nuestro paso por las vidas de otros y los acontecimientos. Para verlo todo a la luz de la Palabra, y que esa luz nos refleje aquello que necesita conversión, porque hace daño, provoca mal, o simplemente, dejamos de hacer el bien que está en nuestras manos.

Hay muchas formas de hacerlo, de tomarse en serio la oportunidad que nos brinda este tiempo, y seguro que descubriremos mucho, en cada uno, sobre lo que trabajarse interior y exteriormente. Pero hay una frase en esta primera lectura del profeta Joel que me resuena especialmente: “Volveos al Señor, vuestro Dios, y desgarrad vuestro corazón en vez de desgarrar la ropa…”(Joel 2, 13). ¿Es posible convertirse, de espaldas a Dios, sin contar con él? Quizás no se trata sólo de esfuerzo o exigencia nuestra. Cuando escuchamos, con suavidad y en el silencio del corazón, la continuación de este versículo, sucede algo diferente: “…porque el Señor es tierno y compasivo, paciente y todo amor, dispuesto siempre a levantar el castigo”.

No sabemos qué va a suceder, ni cómo, no sabemos si seremos capaces de afrontar el mal que hayamos hecho, o de perdonar el mal causado por otros. Sabemos que nos hacemos daño, que nos defraudamos, sabemos que los muros de nuestros propios límites y los de los demás, están ahí, desafiando la capacidad y la disposición a perdonar y ser perdonados, a levantarse una vez más, y otra, y otra más… Pero también sabemos que, cuando escuchamos que “el Señor es tierno y compasivo, paciente y todo amor, dispuesto siempre a levantar el castigo”… no sabemos bien cómo sucede, pero grandes grietas se abren en esos muros, que dan paso a la luz, que nos permiten atravesarlas y encontrarnos de nuevo, hermanos, caminantes.
Porque hoy es el momento de hacerlo

Hoy es ese día, cada día “es el día”. No hay aplazamientos ni excusas: hoy es ese día. A veces, el peor enemigo para convertirnos o cambiar, somos nosotros mismos y nuestro “atesorado” deseo de conversión. Queremos cambiar con nuestros medios, luchando contra nosotros, con ascesis duras y mucha exigencia. Es más, así creemos también que deben convertirse y cambiar los demás, incluso les pedimos mucho más que a nosotros mismos, porque los buenos propósitos suelen durar bastante poco. Y nos volvemos duros e intransigentes. Hoy es el día, sí, es el día de abrir el corazón al Padre que está en lo oculto, y dejarle que nos vuelva un poco más parecidos a él: tiernos y compasivos, pacientes y todo amor, dispuestos siempre a levantar el castigo. “No desaprovechéis la bondad que Dios ha mostrado” escribe san Pablo en esta carta a la comunidad de Corinto.

Sólo tenemos el ahora, la oportunidad presente, la persona que está al lado, aquellos con los que convivo y me relaciono en este día a día que es mi vida hoy. Cuántas veces no comemos el pan tierno del día, porque queda del de ayer, y mañana volveremos a comer pan duro. Es una simple y práctica anécdota, pero nos pasa con la vida también. Vivimos con la añoranza de tiempos mejores, glorias pasadas, repitiendo siempre las mismas historias. O soñamos, siempre insatisfechos, con un ideal que sólo existe en el mundo de mis deseos.

Hoy es el gran día, es el que tengo, el que Dios me regala. Siempre habrá un sueño que cumplir, un ideal por el que luchar, un amor que sacie mi sed de plenitud. Pero la oportunidad ahora de dar el paso que te acerque a tu sueño, de decir una palabra o hacer el gesto que vaya implantando ese ideal, de abrir el corazón con generosidad y demostrar tu amor a quien está contigo…, es ya, o pasará ante ti perdiéndose para siempre.

Y solamente lo sabrá tu Padre, que está a solas contigo

“El Padre es quien ve en lo secreto”. Hay una anécdota que se suele atribuir a Miguel Ángel, pero yo la he leído en un libro de Henry Nowen: El león dentro del mármol.

Una vez un escultor trabajaba con martillo y cincel un gran bloque de mármol. Un niño que estaba mirándole no veía más que trozos de mármol pequeños y grandes cayendo a derecha e izquierda. No tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo. Pero cuando el niño volvió al estudio unas semanas después, se encontró con la sorpresa de un imponente y enorme león sentado en el lugar en el que había estado el bloque de mármol. Con gran excitación el niño corrió hacia el escultor y le dijo: “Por favor, dígame cómo sabía usted que había un león dentro del mármol”.

La respuesta es: “Yo sabía que había un león dentro del mármol porque, antes de verlo ahí, lo había visto en mi corazón. El secreto consiste en que fue el león de mi corazón el que reconoció al león del mármol”

Para ver qué hay en el mármol de mi vida, qué quiere Dios de mí, cómo es el Padre, cómo parecerme cada vez más a Él, tengo que descubrirle y verle en el corazón. Ahí en lo más íntimo, donde sólo Dios me habita, voy descubriendo quién soy, cómo me ama Dios, qué me pide. La conversión no es una tabla de ejercicios para ponerse en forma espiritual, no es solamente prácticas externas que a veces se quedan sin repercusión alguna en mí, en mi vida.

Jesús nos invita a ir a lo más profundo, a ser coherentes y sinceros con nosotros mismos. Nos aleja de la imagen, lo que se vive “de cara a la galería”. Nos adentra ahí donde el Padre nos ve tal como somos, y nos susurra con infinita ternura: ”Eres mi hijo, amado”. Convertirse, hacer oración, ayuno y dar limosna, pasan por el momento de descubrir quién soy, quién es mi hermano, verme y verle con el corazón de Dios, demostrarlo y descubrirlo amando en el pequeño momento de cada hoy.

Feliz camino de Cuaresma.

domingo, 3 de marzo de 2019

SE HACE SABER


TRAS EL CAMBIO DE CONTADORES POR EDP-ENERGÍA, LA IGLESIA QUEDÓ DEFICITARIA DE POTENCIA PARA ATENDER SU PROPIO CONSUMO ELÉCTRICO, PONIÉNDOSE ÉSTO DE MANIFIESTO HACE DOS INVIERNOS AL TRATAR DE ENCENDER LA CALEFACCIÓN Y NO ADMITIR LA PONTENCIA CONTRATADA LA DEMANDA DE ENERGÍA, CORTANDO ENTONCES EL SUMINISTRO EL NUEVO “CONTADOR INTELIGENTE” (ASÍ LLAMADO). 

PUESTOS EN CONTACTO CON EDP-ENERGÍA PARA SOLICITAR UN AUMENTO DE POTENCIA EN EL CONTRATO, ÉSTA NOS COMUNICA QUE LA PARROQUIA TIENE ABIERTO UN EXPEDIENTE NO RESUELTO SOBRE SITUACIONES PASADAS EN RELACIÓN A SU NUEVA INSTALACIÓN ELÉCTRICA Y QUE HASTA QUE ESTO NO SE RESUELVA, CONFORME A LA NUEVA NORMATIVA DE 2010 (LA CUAL EXIGE MODIFICACIONES EN LA INSTALACIÓN Y UBICACIÓN DE CONTADORES) NO SE AUTORIZABA EL AUMENTO DE POTENCIA (LO QUE NOS HACÍA TENER CALEFACCIÓN SIN PODER USARLA)

TRAS MUCHAS MEDIACIONES Y GESTIONES COMPLEJAS SE ACCEDIÓ, INEVITABLEMENTE, A LAS TODAS LAS CONDICIONES IMPUESTAS POR EDP-ENERGÍA, LO CUAL OBLIGÓ A UNA OBRA DE ACONDICIONAMIENTO PARA CERRAR DICHO EXPEDIENTE Y CONSEGUIR EL AUMENTO DE POTENCIA NECESARIO, Y CUYA OBRA IMPERADA

HA ASCENDIDO A 1.500€

AGRADECEMOS A ALEJANDRO BOBES SU INESTIMABLE COLABORACIÓN, SIN LA CUAL EL IMPORTE DE LA OBRA HUBIERA SIDO MUY SUPERIOR.