sábado, 28 de enero de 2017

Viella con B


Repasando el Catecismo (XXXIII)

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La fe

2087 Nuestra vida moral tiene su fuente en la fe en Dios que nos revela su amor. San Pablo habla de la “obediencia de la fe” (Rm 1, 5; 16, 26) como de la primera obligación. Hace ver en el “desconocimiento de Dios” el principio y la explicación de todas las desviaciones morales (cf Rm 1, 18-32). Nuestro deber para con Dios es creer en Él y dar testimonio de Él.

2088 El primer mandamiento nos pide que alimentemos y guardemos con prudencia y vigilancia nuestra fe y que rechacemos todo lo que se opone a ella. Hay diversas maneras de pecar contra la fe:
La duda voluntaria respecto a la fe descuida o rechaza tener por verdadero lo que Dios ha revelado y la Iglesia propone creer. La duda involuntaria designa la vacilación en creer, la dificultad de superar las objeciones con respecto a la fe o también la ansiedad suscitada por la oscuridad de esta. Si la duda se fomenta deliberadamente, puede conducir a la ceguera del espíritu.

2089 La incredulidad es el menosprecio de la verdad revelada o el rechazo voluntario de prestarle asentimiento. “Se llama herejía la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma; apostasía es el rechazo total de la fe cristiana; cisma, el rechazo de la sujeción al Sumo Pontífice o de la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos” (CIC can. 751).

Si el grano de trigo


Bienaventurados. Por Monseñor Demetrio Fernández

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(Rel.) Jesús presenta este domingo la Carta magna de su Evangelio, la página de las Bienaventuranzas. Es una propuesta que ha sorprendido a muchos a lo largo de la historia, incluso a no cristianos. Es una página que se hace vida en tantos santos de todos los tiempos, antiguos y contemporáneos.

El hombre ha sido creado para ser feliz, y muchas veces experimenta todo lo contrario. Experimenta en propia carne el dolor y el sufrimiento de múltiples maneras, y cuando mira a su alrededor constata cuánto sufrimiento hay en el mundo. A veces se le pasa por la cabeza la exclamación de Job: “Ojalá no hubiera nacido!” (Jb 3,3) o la del profeta Jeremías en un momento de desesperación: “Maldito el día en que nací” (Jr 20,14). En este contexto algunos autores ateos de nuestro tiempo afirman que el hombre es un ser para la muerte, destinado a morir sin más horizonte.

Sin embargo, Dios no se arrepiente de habernos creado. Dios quiere la vida, es amigo de la vida, nunca de la muerte. Dios quiere nuestra felicidad, y una felicidad que no se acabe nunca. Ese misterio profundo y contradictorio en el que el hombre se ve sumergido tiene una clave: Dios nos ha creado para la vida, para la felicidad, pero el pecado ha introducido en el mundo una verdadera catástrofe, un desequilibrio que afecta incluso a la naturaleza creada.

Todo esto no lo entendemos hasta que no entramos en el Corazón de Cristo, y él nos explica con su vida el drama del pecado, que le ha llevado a la humillación y a la Cruz, y nos ilumina el atrayente misterio de un amor más fuerte que el pecado y que la muerte, por el que ha ofrecido su vida libremente en la Cruz y la ha recibido nueva de su Padre en la resurrección.

La resurrección de Cristo es como un foco potentísimo que ilumina el misterio del hombre, su vocación y su destino, el sentido del sufrimiento y del amor humano. A la luz de este foco potente, se entienden las bienaventuranzas de Jesús:

-“Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos”. Sólo la humildad, la pobreza y el desprendimiento nos sitúan en la verdad de nuestra vida. No somos nada, más aún somos pecadores. Y todo lo bueno que hay en nuestra vida, nos viene de Dios. La soberbia y el orgullo lo distorsionan todo. Jesús, siendo Dios y sin dejar de serlo, ha aparecido en su camino terreno como pobre, humilde y despojado de todo. Sin buscar su gloria, sino la gloria del Padre, y en disponibilidad de servicio a todos. Y por este camino nos llama a seguirle. Los que le han seguido por aquí, han encontrado la felicidad ya en este mundo y luego la felicidad eterna.

Esta primera bienaventuranza engloba todas las demás: los que lloran serán consolados, los que tienen hambre de justicia (santidad) serán saciados, los misericordiosos alcanzarán misericordia, los limpios de corazón verán a Dios, los que trabajan por la paz son hijos de Dios, de los perseguidos es el reino de los cielos.

Destaquemos los “limpios de corazón”. Sólo ellos ven a Dios. En un mundo en el que parece que Dios se esconde y para muchos es difícil encontrarlo, ¿no será que falta esa pureza de corazón en la que Dios pueda reflejar su rostro y podamos encontrarnos con él por la fe?

Termina Jesús las bienaventuranzas subrayando la persecución “por mi causa”. Estad alegres y contentos porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Muchas veces somos perseguidos por nuestros defectos, por nuestras limitaciones, por nuestra culpa. Nos sirva de penitencia ese sufrimiento. Pero quizá muchas de ellas seamos perseguidos porque somos de Jesús, porque anunciamos su Evangelio, porque pregonamos la verdad. A los mártires se las ha concedido el don de llegar a esta bienaventuranza. No tememos estos sufrimientos, que son timbre de gloria para los verdaderos discípulos del Señor.

"Tenemos un tesoro entre las manos, que hay que mostrar"

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Entrevista a Anastasio Gil, director de las Obras Misionales Pontificias


Segoviano de nacimiento, está vinculado desde el año 2001 a las OMP, una institución inserta dentro de la Comisión Episcopal de Misiones de la Conferencia Episcopal española

España ha sido tradicionalmente uno de los primeros “exportadores” de misioneros. ¿Cuál es ahora la situación?

Sí que es cierto que es de los países que más coopera en cuanto a envío de misioneros y misioneras. El hecho de que en este momento haya cerca de 13.000 hombres y mujeres españoles al servicio de la Iglesia universal desde los lugares más recónditos de la tierra es el mayor motivo de gratitud hacia Dios y hacia ellos. También España es muy generosa en la cooperación económica, que la OMP en España está canalizando con una transparencia absoluta, a disposición del Santo Padre. 

La labor misionera es, quizá, una de las más sencillas de comunicar.

Se dice socialmente que los misioneros están muy bien considerados –es verdad porque es un servicio extraordinario– pero es que es la fuente de la esperanza, en ellos vemos la universalidad de la Iglesia. Pongo un ejemplo, si yo voy a un pueblo de Asturias, el sacerdote ve que aquel pueblo está disminuyendo, que no hay bautizos, etc. puede deprimirse. Pero si ese sacerdote tiene espíritu universal, descubre que lo que está haciendo es un servicio a la Iglesia y a la humanidad, y que los frutos a lo mejor se están produciendo en Zimbawe o Nueva Zelanda. Es una cosa para dar gracias a Dios saber que el Evangelio está llegando a muchos corazones.

Las OMP han avanzado especialmente en el ámbito de la comunicación, situándose a la vanguardia en el uso de Redes Sociales y otros canales.

Hasta hace unos años OMP trataba de poner al servicio de las diócesis los materiales y las herramientas necesarias con motivo de las campañas, para atender a nuestras comunidades cristianas. Nos hemos dado cuenta de que, manteniendo eso, tenemos que salir a la calle y mostrar a la gente que la Iglesia y los misioneros están sirviendo a la humanidad. Tenemos un tesoro en las manos que tenemos que mostrar a toda la sociedad, sacar adelante la grandeza de estas personas, los misioneros, que están gastando su vida sirviendo a los más pobres, excluidos, abandonados. 

Especialmente llamativa y novedosa fue la elección de la periodista Pilar Rahola como pregonera del DOMUND este pasado año.

Llevamos 5 años llevando a cabo esta iniciativa, ya estamos preparando la sexta, que será, lo cuento como primicia, en Santiago de Compostela. No excluimos a nadie. No preguntamos a una persona si creo o no cree, si se compromete o no se compromete. Me llamó la atención aquel artículo que escribió en La Vanguardia, mostrando la heroicidad de los dos misioneros de San Juan de Dios que habían perdido la vida por el ébola. Para mí aquello fue un punto de inflexión. 

¿Se reconoce la labor del misionero, a su vuelta?

Pues a pesar de todo ese halo de veneración y admiración hacia los misioneros, sin embargo hay que decir que no tienen cobertura social o sanitaria. Cuando salen a la misión no están dados de alta en la seguridad social, porque son voluntarios, no cooperantes. Llevamos luchando mucho por este tema porque hay un vacío legal. Recientemente acaba de salir la ley de voluntariado que tal vez nos pueda ayudar.

Usted, que habrá conocido a miles de misioneros, ¿qué es lo que destacaría de todos ellos?

La virtud de la paciencia. Nosotros estamos urgidos por la inmediatez, pero un misionero tiene la paciencia de Dios.

sábado, 21 de enero de 2017

Repasando el Catecismo (XXXII)

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I “Adorarás al señor tu Dios, y le servirás”

2084 Dios se da a conocer recordando su acción todopoderosa, bondadosa y liberadora en la historia de aquel a quien se dirige: “Yo te saqué del país de Egipto, de la casa de servidumbre”. La primera palabra contiene el primer mandamiento de la ley: “Adorarás al Señor tu Dios y le servirás [...] no vayáis en pos de otros dioses” (Dt 6, 13-14). La primera llamada y la justa exigencia de Dios consiste en que el hombre lo acoja y lo adore.

2085 El Dios único y verdadero revela ante todo su gloria a Israel (cf Ex 19, 16-25; 24, 15-18). La revelación de la vocación y de la verdad del hombre está ligada a la revelación de Dios. El hombre tiene la vocación de hacer manifiesto a Dios mediante sus obras humanas, en conformidad con su condición de criatura hecha “a imagen y semejanza de Dios” (Gn 1, 26):


«No habrá jamás otro Dios, Trifón, y no ha habido otro desde los siglos [...] sino el que ha hecho y ordenado el universo. Nosotros no pensamos que nuestro Dios es distinto del vuestro. Es el mismo que sacó a vuestros padres de Egipto “con su mano poderosa y su brazo extendido”. Nosotros no ponemos nuestras esperanzas en otro, (que no existe), sino en el mismo que vosotros: el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob» (San Justino, Dialogus cum Tryphone Iudaeo, 11, 1).

2086 «El primero de los preceptos abarca la fe, la esperanza y la caridad. En efecto, quien dice Dios, dice un ser constante, inmutable, siempre el mismo, fiel, perfectamente justo. De ahí se sigue que nosotros debemos necesariamente aceptar sus Palabras y tener en Él una fe y una confianza completas. Él es todopoderoso, clemente, infinitamente inclinado a hacer el bien. ¿Quién podría no poner en él todas sus esperanzas? ¿Y quién podrá no amarlo contemplando todos los tesoros de bondad y de ternura que ha derramado en nosotros? De ahí esa fórmula que Dios emplea en la Sagrada Escritura tanto al comienzo como al final de sus preceptos: “Yo soy el Señor”» (Catecismo Romano, 3, 2, 4).

Foto de Archivo


Somos un pueblo ...


Corazas sin defectos. Por Juan Manuel de Prada

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Siempre me ha procurado íntimo consuelo comprobar que muchas de las más altas cimas del arte llamado ‘católico’ (durante siglos, tal etiqueta habría resultado redundante) no fueron creadas por artistas devotos y morigerados, sino por artistas de vida licenciosa o irregular, incluso por réprobos. Así ocurre, por ejemplo, con Miguel Ángel Buonarroti o con Caravaggio, por citar dos genios que cultivaron pasiones no demasiado santas y crearon obras que todavía hoy (o sobre todo hoy) causan pasmo y mueven a la fe. Así ocurre también con nuestro divino Lope, un sacerdote que apenas terminaba la misa corría a cuidar de su amante enferma. Y, todavía en fechas recientes, cuando el arte llamado ‘católico’ ha dejado de existir, hallamos cineastas profanos como Pier Paolo Pasolini o Martin Scorsese que, de repente, nos brindan obras llenas de una vibración religiosa desgarradora, inaccesible para esas peliculitas pretendidamente católicas que ilustran vidas de santos o de papas. Obras inanes, almibaradas, cursilonas, relamiditas, pura bazofia para consumo interno de beatorras y chupacirios.

Lo cierto es que el arte llamado ‘católico’, salvo contadas excepciones, dejó de existir hace ya algunos siglos, como se puede comprobar entrando en cualquier iglesia aproximadamente moderna (y también, por cierto, en muchas iglesias antiguas, devastadas por las malhadadas desamortizaciones, por los furores vesánicos de nuestra Guerra Civil o –last, but not least– por el risueño vaticanosegundismo). Allí encontraremos imágenes más bobaliconas que piadosas, puro yeso merengoso y lienzo pompier; o bien, en una fase posterior, obras descoyuntadas y de un feísmo que levanta jaquecas, geometrías barulleras que actúan como eméticos de la devoción, chafarrinones horrendos con ínfulas vanguardistas. A esta penosa decadencia del arte llamado ‘católico’, hoy náufrago en la más absoluta irrelevancia, se le pueden buscar todas las explicaciones históricas, estéticas y filosóficas que se quiera; pero tal zurriburri de explicaciones no basta para negar una razón de tipo humano que suele escamotearse. Ocurrió que, durante siglos, quienes mandaban en la Iglesia entendían una verdad teológica tan elemental como que la Gracia puede alojarse en las almas heridas, o incluso infestadas por el vicio; y, en cambio, puede igualmente pasar de largo ante las almas más limpias e impolutas. Y, entendiendo esta elemental verdad teológica, la Iglesia no tuvo empacho en atraer hacia sí a los pintores de vida disoluta, a los poetas de hábitos escabrosos, a los artistas réprobos; y, de este modo, además de aprovecharse de la Gracia que anidaba en sus maltrechas almas y de incorporar a sus templos obras sublimes, a muchos los atrajo hacia su redil, salvándolos de la destrucción. Pero hubo un momento en que la Iglesia se protestantizó y sus jerarquías se rodearon de lo que Menéndez Pelayo llamaba «jansenistas y hazañeros» (o sea, puritanos y meapilas), gente de alma ruin que nunca sueña, gente muy devota y morigerada que se escandalizaba del pintor maricón, del poeta adúltero, del cineasta borracho; y que, en lugar de atraerlos, los expulsaba a las tinieblas, horrorizada de sus palabras soeces y sus obras ásperas y desgarradas. Y esta gente grimosilla fue adueñándose de las estructuras eclesiásticas, cuspideando hasta alcanzar el mando y desterrando el verdadero arte de la casa de Dios, para llenarla primero de yesos pastelosos y ya por último de horrendos chafarrinones.

A esta gente tan santita, impermeable al arte y a la Gracia, Charles Péguy la retrató con palabras de fuego que no me resisto a reproducir: «Y es que las más honradas gentes, o aquellos a quienes se llama así, o gustan que se les llame así, no tienen puntos flacos en la armadura. No están heridos. Su piel de moral constantemente intacta los hace un cuero y una coraza sin defecto. No presentan en ninguna parte esa abertura que hace una terrible herida, una inolvidable angustia, un punto de sutura mal cerrado, una mortal inquietud, un invisible trasfondo del alma, una amargura secreta, una ruina enmascarada, una cicatriz mal cerrada. No presentan esa puerta a la Gracia que es esencialmente el pecado. Puesto que no están heridos, no son vulnerables. Puesto que no les falta nada, no se les da nada. Puesto que no les falta nada, no se les da lo que es Todo. El amor mismo de Dios no cura aquello que no tiene llagas. El samaritano recogió al hombre porque estaba postrado en la tierra. La Verónica limpió el rostro de Jesús porque estaba sucio. El que no está caído, no será recogido; el que no está sucio, no será jamás limpiado».

Ser ecuménico es...

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Escribe el Delegado episcopal de Ecumenismo, Silverio Rodríguez Zapico.

A partir del Decreto del Concilio Vaticano II sobre el Ecumenismo Unitatis redintegratio (UR) quien no fuera ecuménico no puede ser católico. El texto dice claramente que “el empeño por el restablecimiento de la unión corresponde a la Iglesia entera, afecta tanto a los fieles como a los pastores…”(UR,5) Por tanto, no cabe decirse católico y ser reacio al movimiento ecuménico.
Seamos objetivos: en España ni por parte católica, ni por parte de un buen número de grupos evangélicos españoles, hay un interés claro por el ecumenismo. Los unos, porque se apoyan en la tradición: hemos sido la Iglesia toda la vida. Y los otros, porque hay auténtica negación del ecumenismo incluso en el término. La palabra “ecuménico” suscita verdaderas fobias en algunos sectores. No son pocos los cristianos que ignoran esto y que se preguntan qué es ser ecuménico.

Ser ecuménico es más que un acercamiento y reconocimiento impasible e indiferente a la experiencia de otras personas. Es un compromiso en tres tiempos: salir de nosotros mismos con la palabra, escuchar la palabra del otro, haciendo que las palabras se encuentren y se unan, para que puedan encontrarse los corazones, y acabar con un buen apretón de manos. Palabra, corazón y manos.
Ser ecuménico es don y gracia. Resulta muy significativo que Jesús expresara su deseo de unidad no en una doctrina o mandamiento, sino en una plegaria al Padre. La unidad de los cristianos tiene bastante de sueño loco, lleno de dificultades y experiencia de cruz, de impaciencia y paciencia, sabiendo que finalmente todo queda en manos de Dios.
Ser ecuménico es aprender a ser auténticamente tolerante. La tolerancia no es la simple coexistencia. Ese tipo de tolerancia es muy poco. Hoy se nos pide ser unos para otros como el fermento. La intolerancia comienza cuando se piensa que una parte tiene la verdad y los otros no, y hay que convencerlos y ‘pescarlos’ de alguna manera.
Ser ecuménico es una verdadera conversión. Es un cambio de mentalidad y de actitud ante los demás cristianos. La persona ecuménica ya no les considera hoy como enemigos o extraños, ni siquiera los designa como “hermanos separados”, sino como “hermanos en la fe” o “hermanos en Cristo”.
Ser ecuménico es buscar la ayuda mutua, ofrecer el modo de que otros cristianos asentados entre nosotros puedan tener proyectos comunes de calidad: conocernos mejor, tratarnos, participar en encuentros, estudiar la teología y la historia con verdadero espíritu ecuménico, utilizar la Biblia Interconfesional, compartir espacios entre nosotros…
Ser ecuménico es ser solidarios en el servicio a la humanidad y trabajar juntos por la defensa de la dignidad humana, la promoción del bien y la paz.
Ser ecuménico es llamarse de verdad cristiano y por tanto tener prisa en conseguir la unidad. Todo líder cristiano piensa en ello como primer objetivo. Ante las barreras casi insuperables, los corazones se desazonan. Pero el Señor mismo insiste en que hay un camino: el camino de la oración con fe en la unidad. “Os aseguro que si tuvierais fe, nada os sería imposible” (Mt 17,20). “Y todo lo que pidáis con fe en la oración lo obtendréis” (Mt 21,22). “Os concederé todo lo que pidáis en mi nombre” (Jn 14,14).

domingo, 15 de enero de 2017

"Una parroquia de chismosos y chismosas es una comunidad incapaz de dar testimonio"

El Papa, en Santa María a Setteville

(Religión Digital)
.- El Papa Francisco visitó la parroquia romana de Santa María a Seteville. Y en una misa sencilla pronunció una homilía sencilla, como la de un párroco. Y, en ella, quiso dejar claro que una de las peores enfermedades de las parroquias católicas son los chismes. "Una parroquia de chismosos y chimosas es una comunidad incapaz de dar testimonio". Y recordó que los apóstoles fueron pecadores ("Pedro, el primer Papa, traicionó a Jesús), pero no fueron chismosos.

Algunas frases de la homilía improvisada del Papa

"Juan da testimonio de Jesús"

"Hemos encontrado el Mesías"

"¿Por qué lo encontraron? Porque hubo un testigo"

"Así sucede en nuestra vida"

"Hay muchos cristianos que confiesan que Jesús es Dios"

"Ser cristiano no es tener una filosofía. Es, ante todo, dar testimonio de Jesús"

"Testimonio en lo pequeño y algunos llegan a lo grande: a dar la vida"

"Los apóstoles no hicieron un curso para ser testigos de Jesús, no hicieron un curso, no fueron a la Universidad"

"Los doce eran pecadores, envidiosos, tenían celos entre ellos..."

"Incluso fueron traidores. Cuando prendieron a Jesús, todos escaparon llenos de miedo"

"Pedro, el primer Papa, traicionó a Jesús"

"Ser testigo no significa ser santo"

"Les quiero dejar sólo un mensaje: Los apóstoles no eran chismosos"

"Los apóstoles no eran chismosos, no hablaban mal los unos de lo sotros"

"Pienso en nuestra comunidades: cuántas veces este pecado de quitarse la poel unos a otros, no se desplumaban"
"De creerse superior al otro y hablar mal de él"

"Todos somos pecadores"

"Pero una comunidad de chismosos y chismosas es una comunidad incapaz de dar testimonio"

"Nada de chismes, nada"

"Si tienes algo contra alguien dílo a la cara"

"Este es el signo de que el Espiritu está en una parroquia"

"Los otros pecados todos los tenemos. Lo que distruye una comunidad son los chismorreos"

"Que el Señor les conceda esta gracia: no hablar jamás mal unos de los otros"

viernes, 13 de enero de 2017

Repasando el Catecismo (XXXI)

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Resumen

1406 Jesús dijo: "Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre [...] El que come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna [...] permanece en mí y yo en él" (Jn 6, 51.54.56).

1407 La Eucaristía es el corazón y la cumbre de la vida de la Iglesia, pues en ella Cristo asocia su Iglesia y todos sus miembros a su sacrificio de alabanza y acción de gracias ofrecido una vez por todas en la cruz a su Padre; por medio de este sacrificio derrama las gracias de la salvación sobre su Cuerpo, que es la Iglesia.

1408 La celebración eucarística comprende siempre: la proclamación de la Palabra de Dios, la acción de gracias a Dios Padre por todos sus beneficios, sobre todo por el don de su Hijo, la consagración del pan y del vino y la participación en el banquete litúrgico por la recepción del Cuerpo y de la Sangre del Señor: estos elementos constituyen un solo y mismo acto de culto.

1409 La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, es decir, de la obra de la salvación realizada por la vida, la muerte y la resurrección de Cristo, obra que se hace presente por la acción litúrgica.

1410 Es Cristo mismo, sumo sacerdote y eterno de la nueva Alianza, quien, por el ministerio de los sacerdotes, ofrece el sacrificio eucarístico. Y es también el mismo Cristo, realmente presente bajo las especies del pan y del vino, la ofrenda del sacrificio eucarístico.

1411 Sólo los presbíteros válidamente ordenados pueden presidir la Eucaristía y consagrar el pan y el vino para que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre del Señor.

1412 Los signos esenciales del sacramento eucarístico son pan de trigo y vino de vid, sobre los cuales es invocada la bendición del Espíritu Santo y el presbítero pronuncia las palabras de la consagración dichas por Jesús en la última cena: "Esto es mi Cuerpo entregado por vosotros [...] Este es el cáliz de mi Sangre..."

1413 Por la consagración se realiza la transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Bajo las especies consagradas del pan y del vino, Cristo mismo, vivo y glorioso, está presente de manera verdadera, real y substancial, con su Cuerpo, su Sangre, su alma y su divinidad (cf Concilio de Trento: DS 1640; 1651).

1414 En cuanto sacrificio, la Eucaristía es ofrecida también en reparación de los pecados de los vivos y los difuntos, y para obtener de Dios beneficios espirituales o temporales.

1415 El que quiere recibir a Cristo en la Comunión eucarística debe hallarse en estado de gracia. Si uno tiene conciencia de haber pecado mortalmente no debe acercarse a la Eucaristía sin haber recibido previamente la absolución en el sacramento de la Penitencia.

1416 La Sagrada Comunión del Cuerpo y de la Sangre de Cristo acrecienta la unión del comulgante con el Señor, le perdona los pecados veniales y lo preserva de pecados graves. Puesto que los lazos de caridad entre el comulgante y Cristo son reforzados, la recepción de este sacramento fortalece la unidad de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo.

1417 La Iglesia recomienda vivamente a los fieles que reciban la sagrada comunión cuando participan en la celebración de la Eucaristía; y les impone la obligación de hacerlo al menos una vez al año.

1418 Puesto que Cristo mismo está presente en el Sacramento del Altar es preciso honrarlo con culto de adoración. "La visita al Santísimo Sacramento es una prueba de gratitud, un signo de amor y un deber de adoración hacia Cristo, nuestro Señor" (MF).

1419 Cristo, que pasó de este mundo al Padre, nos da en la Eucaristía la prenda de la gloria que tendremos junto a Él: la participación en el Santo Sacrificio nos identifica con su Corazón, sostiene nuestras fuerzas a lo largo del peregrinar de esta vida, nos hace desear la Vida eterna y nos une ya desde ahora a la Iglesia del cielo, a la Santa Virgen María y a todos los santos.

Limpiando el Atrio


sábado, 7 de enero de 2017

Un sólo Señor


Democracia, pluralismo, valores.Por Tomás Salas

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En un artículo anterior (Religión y cultura: una cuestión urgente) rozaba un tema por el que pasé de largo y que merece nuestra atención. La merece porque, igual que la relación religión-cultura, hay aquí, además de un interés teórico o académico, una cuestión acuciante que afecta a nuestra convivencia y, por tanto, a nuestra vida. Dicha cuestión es la relación –problemática, polémica, pero inevitable– entre democracia y valores morales.

La democracia, que hoy parece un sistema irrenunciable para cualquier comunidad civilizada (no siempre fue así, sólo a partir del final de la II Guerra Mundial y del orden internacional establecido por los aliados) va unida, por su misma mecánica (partidos, elecciones, separación de poderes) al concepto de pluralismo. No hay democracia, en el sentido de la tradición liberal de este sistema, sin pluralismo. En nuestra Constitución, por ejemplo, se reconoce como uno de los «valores superiores» en los que fundamenta, el «pluralismo político» (artículo 1.1.).

Ahora bien, el pluralismo entra en colisión con la realidad moral. «El concepto moderno de democracia –ha escrito Josep Ratzinger– parece estar indisolublemente unido con el relativismo, que se presenta como la verdadera garantía de la libertad». Lo que conduce a que «el nihilismo moral es el fundamento de la democracia, que no puede admitir valor alguno sin introducir furtivamente un dogmatismo extraño a su naturaleza» (José Luis del Barco).

La cuestión es ésta: ¿cómo aceptar un pluralismo, que parece irrenunciable, sin caer en el relativismo? Si hay una pluralidad de opciones morales, políticas, personales, si todas son válidas para quienes las sustentan, ¿cómo sostener la idea de una verdad común y objetiva, que sea algo más que una opinión? Y en esta concatenación de ideas, se hace necesario dar un paso más: si no existe una verdad objetiva y única, ¿existe realmente esa entelequia llamada verdad? Esto es, desde el relativismo se toma una pendiente que conduce inevitablemente al nihilismo. Es evidente que si hay una pluralidad de verdades (necesariamente no coindidentes o contradictorias entre sí) no hay ninguna que sea la Verdad con mayúsculas.

Estamos llegando ( hemos llegado ya en las sociedades desarrolladas) a lo que Rorty postula como la «utopía banal» (expresión que da título a una obra del citado profesor de la Universidad de Málaga José Luis del Barco), o a lo que han descrito los teóricos de la postmodernidad: el pensamiento débil (Vattimo), que también podría ser la moral débil, la religión débil, la política débil. Si no hay verdad absoluta, si de la pluralidad pasamos a la inexistencia, el criterio de veracidad único que queda es la opinión de la mayoría; una opinión que, por otro lado, puede ser cambiante y manipulable, una opinión que puede ser errónea, mediatizada, interesada, pero... ¿hay otro criterio posible?

El cardenal Rouco Valera (La cuestión de los fundamentos pre-políticos del estado democrático de derecho: su actualidad, 2016) basándose en juristas alemanes como Böckenförde, ha observado agudamente como la democracia se basa en unos fundamentos morales que no derivan de ella misma, que son anteriores. «El Estado libre, secularizado -escribe Böckenförde- vive de presupuestos que él mismo no puede garantizar». Recuerda Rouco como, después de la gran conmoción que supuso la II Guerra Mundial, juristas y políticos plantean la necesidad de un «retorno al Derecho Natural» (Heinrich Rommen, en 1936, habla de «el eterno retorno del derecho natural») que sostenga una serie de valores incuestionables. El formalismo democrático (Hitler llega al poder en elecciones libres) combinado con un vacío de valores (deificación del poder, olvido de la igualdad y la dignidad) ha producido una combinación letal.

También hoy vivimos una época de grandes conmociones. Hoy mismo, mientras escribo, en el segundo día de 2017, nos llega la noticia de atentados en Estambul y Bagdad, cada uno con más de 30 muertos y un gran número de heridos, que tienen su origen en valores religiosos; que, de alguna manera, responden al antiguo concepto de guerra de religión. Nuestra democracia laica, pluralista, neutra en el sentido moral, situada de espaldas a cualquier valor absoluto que no sea un libertad entendida en un sentido ilimitado y voluntarista, ¿está preparada para estos conflictos en los que se juega su supervivencia? ¿No se hace necesaria, como en los años 40, una vuelta al Derecho Natural? Esta "utopía banal" aligerada de valores absolutos, alérgica a cualquier dogmatismo, ¿está armada intelectual y moralmente para el combate?

Se repite la historia. La democracia, en el uso del pluralismo, se aleja de los valores, termina colocándose en una situación de debilidad e inoperancia, porque no es autosuficiente. Necesita trascender más arriba o más abajo -es lo mismo. En su estrecho círculo axiológico no hay sustancia suficiente para nutrirse. Hablamos de valores morales, políticos, estéticos, familiares, pero, en última instancia, religiosos en su raíz; y, más concretamente, cristianos.

A pesar de todo su pluralismo, laicismo, neutralismo moral, las democracias occidentales, tras cada crisis, tras cada incertidumbre, cuando en los momentos de asfixia busquen sus «fundamentos pre-políticos», se darán de bruces con la imagen nunca borrada de la Cruz.

Estrenar la paz cuando la envejece la violencia


Volvimos a felicitarnos el año nuevo con aquellos más queridos y cercanos, y haciéndonos presente en los no estaban a nuestra vera pero queridos igualmente. No sabemos dejar de esperar a que las cosas puedan ser distintas cuando el mundo nuestro nos duele, y de qué manera. Un rito como este de estrenar el nuevo año, tiene sin duda alguna un trasfondo más amplio que desborda la fecha redonda del primero de enero. Porque nuestro corazón, no sólo en este día, sino siempre, tiene una sed infinita de estrenar una felicidad para la que ha sido creado.

Lo nuevo no es lo que somos capaces de estrenar por primera vez, sino lo que resulta ser más verdad cada día. Cada mañana podemos y debemos mirar con admiración y gratitud a la esposa y al esposo, a los hijos, a los hermanos o hermanas de comunidad, a los hermanos sacerdotes con los que trabajamos por el Reino de Dios, a las personas que Dios ha puesto en nuestro camino para nuestro bien y hacerles el bien. No mirarles con una fatiga y escepticismo que termine por aburrir nuestros ojos y nos haga bostezar con el corazón, sino mirarles con el asombro lleno del estupor inocente de los niños, aunque tengamos que pedir esa gracia al cielo cada mañana una y otra vez, estando seguros que será la gracia que más gustosamente nos concede el Señor.

Pero en nuestro mundo, es la paz lo que más urgentemente cabe estrenar, y resulta ser siempre una asignatura pendiente ante los estragos con que los enemigos de ella se empeñan en empañar de manera trágica y brutal como hace unos días en Estambul, sumando una fecha y un lugar más a una lista interminable. No se trata de una paz que sea hija de nuestros consensos interesados, una paz que nazca simplemente del seno de nuestras urnas que tantas veces se muestra frágil y vulnerable. La paz que pedimos al Señor proviene de Él mismo, de aquella paz que nos prometió y que jamás nos ha negado. La paz que cantaron los ángeles a los pastores en los aledaños de la gruta de Belén, una paz que bendice a los hombres de buena voluntad en todas nuestras bajuras y que da gloria al Dios Altísimo en las alturas.

Cuando pensamos en los pequeños o grandes conflictos internacionales, y cuando pensamos también en los conflictos más inmediatos y domésticos, allí donde nuestra vida personal se desenvuelve a diario en el seno de nuestras familias, en nuestros círculos de amigos y en los ámbitos laborales y conciudadanos, debemos poner rostro a ese reto siempre saludable de la paz a la que Dios nos llama a todos, una paz tejida de perdón y de amor. El papa Francisco nos ha propuesto un hermoso mensaje al comienzo de este año: “en un mundo como el actual, desgraciadamente marcado por guerras y numerosos conflictos, la elección de la no-violencia como una forma de vida requiere de una exigencia de responsabilidad a todos los niveles: en el educativo, en el familiar y un compromiso social y civil, también en la actividad política y en las relaciones internacionales...”. Pero no una no-violencia como quien no quiere problemas y se refugia en una indiferencia equidistante y neutral, sino que la apuesta por la paz “presupone una fuerza de ánimo, de valentía y de capacidad de afrontar las cuestiones y los conflictos con honestidad intelectual, buscando verdaderamente el bien común antes que sus propios intereses, ya sean ideológicos, económicos o políticos”.

Quiera Dios que podamos ser instrumentos de su Paz y de todo su Bien en medio de nuestro mundo. Es el deseo más sincero para los que amo al comenzar este año nuevo.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

Bautismo del Señor

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A la orilla del Jordán,
descalza el alma y los pies,
bajan buscando pureza
doce tribus de Israel.

Piensan que a la puerta está
el Mesías del Señor
y que para recibirle
gran limpieza es menester.

Bajan hombres y mujeres,
pobres y ricos también,
y Juan, sobre todos ellos,
derrama el agua y la fe.

Mas ¿por qué se ha de lavar
a la Pureza, por qué?
Porque el bautismo hoy empieza
y ha comenzado por él. Amén.