Jesús agradece a Dios su revelación a los pequeños e invita a todos los oprimidos a seguirlo.
Lo que es ocultado a los sabios y entendidos, es dado a conocer a los pequeños, quienes, de este modo, participan del mutuo conocimiento del Padre y del Hijo: “nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo de lo quiera revelar”.
Algo similar leemos en el libro del Eclesiástico: “grande es el poder del Señor y es glorificado por los humildes” (Eclo 3,30). Necesitamos situarnos en la senda de la humildad y del discipulado para poder aprender de Jesús, el Hijo de Dios. Frente a los sabios e inteligentes, a los escribas y a los maestros de la Ley, el Señor prefiere, como destinatarios de su revelación, a los simples creyentes, humildes y piadosos; a los excluidos y despreciados.
En cualquier campo del saber se requiere la humildad para poder aprender. Un simple virus ha detenido la marcha del mundo y los grandes sabios han reconocido que apenas sabían nada de él, o muy poco. Un fenómeno de la naturaleza, como un volcán, desafía con su imprevisibilidad los conocimientos de los expertos.
¡Cuánto más acontece en los misterios que rodean al hombre! ¿Qué sabemos nosotros del enigma del dolor y de la muerte? Fuera del Evangelio, lejos de la enseñanza de Cristo, ese enigma nos abruma: “¿cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte?, ¿qué seguirá después de esta vida terrena?”.
Jesús no nos deja solos ante estos interrogantes: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”. Jesús promete descanso y alivio a los que se sienten atormentados por el peso de la vida, por las limitaciones que impone la enfermedad y la vejez, por la sombra amenazante y cada vez más próxima de la muerte. “Venid a mí…. y yo os aliviaré”.
“Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”. San Agustín decía: “Cualquier otra carga te oprime y abruma, mas la carga de Cristo te alivia el peso. Cualquier otra carga tiene peso, pero la de Cristo tiene alas”.
El que nos llama a caminar hacia Él es “manso y humilde de corazón”. Él personifica las bienaventuranzas: “Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra”; “bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios”. La humildad mira sobre todo a la relación con Dios, a la obediencia al Padre. La mansedumbre, a la compasión y al servicio con relación a los otros.
En la obediencia y en el servicio se encuentra el yugo suave y la carga ligera que nos libera de la fatiga y del estrés del orgullo, de la presunción y de la hostilidad; de la continua preocupación por mantener la posición elevada, por no perder y fracasar.
Acercarnos al Corazón de Cristo nos libera del miedo e infunde esperanza en nuestros corazones. Tras el umbral de la muerte, nos aguarda no la aniquilación, sino Él, nuestro Maestro y nuestro hermano, nuestro Pastor y anfitrión. Pidámosle que haga nuestro corazón semejante al suyo, un corazón sereno y valiente, que no teme caminar por cañadas oscuras, “porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan” (Sal 23,4).
El corazón es el lugar del encuentro salvador con Jesús. Como decía san Agustín: “regresemos al corazón, para encontrarle”. El Corazón traspasado de Jesús en la Cruz expresa la lógica de la donación, del amor. El Corazón salva en cuanto se dona, en cuanto se derrocha. Ese corazón abierto, que con su amor vence la muerte, habla a nuestro corazón y lo rescata del abismo de la amargura y de la desesperación.
Como canta el Salmo: “Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término”. Amén.
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