Llegan estas fechas en la encrucijada de un año que termina y de otro que comienza. Hacemos los acostumbrados ritos que hemos heredado con el desenfado de unas uvas que engullimos a trancas y barrancas, a ritmo de campanadas cerrando los doce meses que así dulcemente terminan. Peor lo tienen en Italia, que celebran el trasiego comiendo lentejas en la última cena del año. Y, más allá de los ritos y costumbrismos del momento, lo cierto es que nos esforzamos por estrenar algo que realmente pueda sonar a nuevo, que pueda ser renovado de alguna manera.
Pero luego nos topamos con una realidad que es más terca que nuestros buenos deseos, y nos venimos a convencer que la vida no cambia por unas uvas o unas lentejas tomadas con solemne y casa supersticiosa devoción. Todo nos espera entrando en enero, prácticamente igual que lo dejamos cuando lo despedimos terminando diciembre. Pero hay algo que es sincero y verdadero: el deseo de un cambio, de un estreno, de pasar hoja a lo que meses atrás nos señala como que hubiera sido mejorable en tantos sentidos, en tantas relaciones, en todos los climas y los meses.
Me viene a la memoria lo que decía una célebre pintada en las paredes de la Universidad Sorbona de París durante la revolución de mayo de 1968: “sed realistas: pedid lo imposible”. Si no hubiera un indómito deseo en lo más noble de nosotros que nos hace aspirar a ese mundo mejor que no logran amasar nuestras manos, jamás pediríamos lo imposible, sino que nos resignaríamos a lo que hay, a lo que nos imponen, a lo que nos compra-venden. Y, sin embargo, los únicos realistas, los únicos que verdaderamente viven la más legítima revolución, son los que no aceptan que las cosas sean así porque sí, porque se den, porque su propia inercia así nos las asigna.
Dios ha venido para romper esa inercia fatal que nos permita volver a empezar. La Navidad no es sólo la historia lejana de algo que sucedió hace muchos siglos, sino la narración de algo que sigue sucediendo en nosotros y entre nosotros. Que Dios es cercano, que no es enemigo y desea nuestro bien. Él ha venido para abrazar las preguntas que cada uno tiene en su corazón, preguntas tantas veces disimuladas, trucadas o censuradas, pero que siguen desafiando nuestra propia felicidad. Por esta razón hacemos fiesta, engalanamos calles, y nos disponemos al sincero afecto y a la verdadera paz.
Y así también, un rito como este de estrenar el nuevo año, tiene sin duda alguna un trasfondo más amplio que desborda propiamente una fecha redonda como el primero de enero. Porque nuestro corazón, no sólo en este día, sino siempre, tiene una sed infinita de estrenar una felicidad para la que ha sido creado. Por eso nos encontramos y reconocemos siempre que hay una ocasión para volver a recordar esta verdad profunda de nuestro hondón más verdadero que palpita en las entretelas del alma.
En este nuevo año 2022 os deseo a todos vosotros, que podáis experimentar en vuestra propia vida el fruto del nacimiento de ese príncipe de la Paz que se hizo niño para nuestra salvación. Dejemos crecer a ese divino niño en nosotros y entre nosotros: que la Navidad no sea de quita y pon, sino que continúe como luz durante todo el año. Y que Santa María, nos ayude a todos a hacer lo que el Señor nos diga –como fue su propia historia de fidelidad para con Dios–, que nos empuje a percatarnos del vino que le falta a la humanidad en las bodas de la vida –como ella hizo en Caná–, que nos abra al reconocimiento de Jesús en su Eucaristía como el pan adecuado para todas nuestras hambres a fin de poder hallarle también en todas sus demás presencias, particularmente en los distintos rostros de pobreza de nuestros hermanos. Paz y Bien. Feliz año nuevo.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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