viernes, 31 de diciembre de 2021

La brisa navideña. Por Monseñor Jesús Sanz Montes

No todo sopla a favor, y hay vientos pertinaces que se empeñan en avivar los rescoldos de algunos incendios que nos asolan con susto y disgusto. Pero, a pesar de los pesares, hay un aire distinto en esta época del año que nada ni nadie es capaz de censurar. Es cierto que los avatares de la vida a veces nos imponen escenarios duros y complejos, que desbaratan las agendas, se llevan al traste los quereres que soñamos eternos, perdemos personas y haciendas. Basta asomarse al reguero de esta todavía inacabada pandemia, o contemplar las secuelas de la lava destructora en la preciosa isla de La Palma tras lo que han sufrido semanas atrás.

Y, sin embargo, a pesar de los reveses con los que las circunstancias nos oscurecen o nos acorralan, este tiempo de vivencia de la Navidad es capaz de encender una luz diferente, esa que se hace cálida en nuestras intemperies tiritonas, la que se hace luminosa en nuestras penumbras y oscuridades. Por eso el adviento cristiano tiene esa maravillosa fortaleza, humilde y discreta a la vez, que consigue devolvernos la esperanza mientras nos sostiene en el empeño de seguir escribiendo la historia para la que nacimos. Una historia que tiene renglones torcidos, en la que no faltan algunos borrones, pero en la que lo más importante y hermoso se sobrepone a cuanto nos deja perplejos y nos impone sus contradicciones. Siempre hay una palabra final, después de todas nuestras penúltimas pronunciadas, en la que es posible escuchar el canto de la esperanza.

Tiempo de espera ha sido esta andadura que nos mete de bruces en la navidad cristiana, momento de esperanza marcando los pasos de la alegría que no defrauda. Son las calendas en las que, con sabor a turrón y mazapán, con las castañas asadas y nuestra sidra dulce, ensayamos los villancicos propios de esta época mágica en la que el niño que llevamos dentro parece revivir ante la conmemoración del Niño Dios que nos nació como chiquillo. Es lo que representa esa preciosa tradición de sabor franciscano, con la construcción de nuestros nacimientos y belenes, desde aquella nochebuena de 1223 en la que San Francisco de Asís quiso escenificar en un Belén viviente lo que luego se ha ido adentrando en nuestros hogares e iglesias, en nuestras calles y plazas haciendo de mil modos un nacimiento. Desde nuestra más tierna infancia lo hemos visto en nuestros hogares, como una hermosa tradición que nos heredaban nuestros mayores, poniendo un paisaje a lo que aconteció hace dos mil años, y que vuelve a suceder si le dejamos a Dios entrar en nuestros cruces de camino, en nuestras cuitas, en nuestros círculos familiares y de amigos, en lo que nos permite soñar a velas desplegadas dibujando nuestra mejor sonrisa o en lo que nos arruga poniendo en vilo la confianza con el llanto de nuestras lágrimas. En todo ese vaivén que es justamente el de la vida, ahí se señala el significado del Belén como acontecimiento de un Dios que siempre nos acompaña.

Sí, la vida es como un ensayo general de ese Belén viviente que es nuestra existencia. Ahí Dios se hizo hueco, y se sigue haciendo todavía, como cuando vino a morar humanamente naciendo de la Virgen María. En la Señora se hizo sitio para poder anidar en mi vida si recordando lo que sucedió entonces, dejo que vuelva a suceder nuevamente en el presente de mis días.

Es un motivo de recuerdo y gratitud, que colman con santa alegría nuestra esperanza. Deseo de corazón que todos tengáis una santa y feliz Navidad, porque Dios nació y renace cuando abrimos las puertas de par en par a Él y a todos a los que Él ama. Con mi bendición, mis augurios más gozosos para el año venidero.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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