La Iglesia celebra una fiesta mariana particularmente querida, que tiene diversos nombres en tantos lugares de nuestra geografía. La Asunción de la Virgen María a los cielos es como un anticipo que nos permite asomarnos al destino último que a cada hijo e hija de Dios se nos ha prometido. Los mil avatares por los que nuestra vida transcurre en un sinfín de caminos en la tierra, desembocan en esa meta final donde hay una puerta con Alguien que nos espera. No somos seres espaciales que giran ciegos y cansinos hasta aburrirnos de nuestras propias órbitas sin alma y sin esperanza, sino que en nuestro corazón se ha escrito un destino, el que explica nuestro origen y el que desea el mejor desenlace bendito.
Somos ciudadanos del cielo, y hacia allí caminan nuestros pies peregrinos. No siempre somos capaces de andar los senderos que nos hacen verdaderos, ni tampoco siempre logramos ser hermanos de los hermanos en los mil cruces de caminos. En ocasiones creemos que llegaremos antes y mejor por atajos que hacen nuestro viaje incierto, e incluso nos sorprendemos que hubiéramos tomado el sendero equivocado.
La vida se nos ha dado para intentarlo. Pero con una grata y saludable buena noticia: que no estamos solos en este intento, y que siempre hay tiempo de enmendar entuertos en los vericuetos torcidos, sabiendo que se nos concede la ocasión de rectificar desvíos que nos llevaban a ninguna parte, podemos aprender incluso de nuestros propios errores, y volver a empezar sin ser rehenes de los momentos malditos.
No estamos solos. Quien más nos ama, el Señor Dios, ha empeñado lo mejor de sí mismo para que la travesía para que la andadura de la vida sea gozosa y en ella se cumplan las promesas para las que Él nos hizo. Mirar al cielo es volver nuestros ojos hacia un horizonte que se corresponde con el anhelo de felicidad, la exigencia de infinito, esa ansia de una belleza, una bondad, una paz y una verdad para las que hemos nacido.
María nos invita a levantar nuestros ojos hacia arriba teniendo los pies sobre la tierra, mientras nuestras manos acarician y sujetan, transforman y embellecen el trozo de historia que se nos ha dado como herencia y como tarea. La Madre de Dios ha llegado a ese hogar eterno después de todas las intemperies, fatigas y peligros. El final toca campanas de fiesta, y como pródigos en todos los caminos, finalmente llegamos a la casa en la que propiamente seremos para siempre hijos. Es el gozo de los ángeles que la liturgia de hoy nos deja entrever con sus cánticos, es la alegría del corazón del Padre Dios al ver que la historia que para nosotros hizo, encuentra en María la feliz conclusión sin asomos fallidos.
Hoy, fiesta de la Asunción de María, miramos al cielo teniendo los pies en la tierra. Como decía el Papa Benedicto XVI, “lo que más necesitamos en este momento de la historia son hombres que, a través de una fe iluminada y vivida, hagan que Dios sea creíble en este mundo. El testimonio negativo de cristianos que hablaban de Dios y vivían contra Él, ha obscurecido la imagen de Dios y ha abierto la puerta a la incredulidad… Solo a través de hombres que hayan sido tocados por Dios, Dios puede volver entre los hombres”.
Queridos hermanos y hermanas, queridos jóvenes, que el latido de nuestro corazón y el abrazo de nuestras manos, sean tocados por Dios hasta ser capaces de hacer un mundo distinto y verdadero, en donde la paz sea posible, la justicia sea un hecho, la alegría se pueda brindar sin engaño y la esperanza llene el corazón. Esto es mirar a María que nos antecede subiendo al cielo.
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