Cada mañana, al despertar, experimentamos algo singular, a lo cual no hacemos caso casi nunca. Durante la noche, las cosas en torno a nosotros existían, eran como las habíamos dejado la noche anterior: la cama, la ventana, la habitación. Quizás fuera ya brilla el sol, pero no lo vemos porque tenemos los ojos cerrados y las cortinas cerradas. Sólo ahora, al despertar, las cosas empiezan o vuelven a existir para mí, porque tomo conciencia de ello, me doy cuenta de ellas. Antes era como si no existieran, como si yo mismo no existiera.
Sucede lo mismo con Dios. Él está siempre; «en él vivimos, nos movemos y existimos», decía Pablo a los atenienses (Hch 17,28); pero normalmente esto sucede como en el sueño, sin que nos demos cuenta. Es necesario, también para el espíritu de un despertar, un sobresalto de conciencia. Por eso, la Escritura nos exhorta a menudo a levantarnos del sueño: «Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz» (Ef 5,14). «¡Ya es tiempo de despertarse del sueño!» (Rom 13,11). Es lo que nos proponemos al continuar, en Cuaresma, la búsqueda del Dios vivo iniciada en Adviento.
La idolatría antigua y nueva
El Dios «vivo» de la Biblia está tan definido para distinguirlo de los ídolos que son cosas muertas. Es la batalla que une a todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento. Basta con abrir casi por casualidad una página de los profetas o de los salmos para encontrar allí los signos de esta épica lucha en defensa del Dios único de Israel. La idolatría es exactamente la antítesis del Dios vivo. De los ídolos, un salmo dice:
Sus ídolos, en cambio, son plata y oro,
hechura de manos humanas.
Tienen boca, y no hablan,
tienen ojos, y no ven,
tienen orejas, y no oyen,
tienen nariz, y no huelen,
tienen manos, y no tocan,
tienen pies, y no andan;
no tiene voz su garganta. (Sal 114,3-7).
Del contraste con los ídolos, el Dios vivo aparece como un Dios que «obra lo que quiere», que habla, que ve, que huele, ¡un Dios «que respira»! El aliento de Dios también tiene un nombre en la Escritura: se llama la Ruah Jahwe, el Espíritu de Dios. Es el hálito que Dios sopló sobre Adán cuando aún era un simulacro de arcilla (Gén 2,7); es el soplo que el Resucitado sopló sobre los discípulos la noche de Pascua: «Sopló sobre ellos y dijo: “Recibid el Espíritu Santo”» (Jn 20,22).
La batalla contra la idolatría lamentablemente no terminó con el fin del paganismo histórico; está siempre en acción. Los ídolos han cambiado de nombre, pero están más presentes que nunca. También dentro de cada uno de nosotros, veremos, hay uno que es el más temible de todos. Vale la pena por eso detenernos una vez sobre este problema, como problema actual, y no sólo del pasado.
Quien hizo de la idolatría el análisis más lúcido y más profundo es el Apóstol Pablo. Por él nos dejamos conducir al descubrimiento del «becerro de oro» que anida dentro de cada uno de nosotros. Al comienzo de la carta a los Romanos leemos estas palabras: «La ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres, que tienen la verdad prisionera de la injusticia. Porque lo que de Dios puede conocerse les resulta manifiesto, pues Dios mismo se lo manifestó. Pues lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son perceptibles para la inteligencia a partir de la creación del mundo a través de sus obras; de modo que son inexcusables, pues, habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron como Dios ni le dieron gracias; todo lo contrario, se ofuscaron en sus razonamientos, de tal modo que su corazón insensato quedó envuelto en tinieblas» (Rom 1,18-21).
En la mente de aquellos que han estudiado teología, estas palabras están vinculadas casi exclusivamente a la tesis de la cognoscibilidad natural de la existencia de Dios a partir de las criaturas. Por eso, una vez resuelto este problema, o después de que ha dejado de ser actual como en el pasado, sucede que muy raramente estas palabras son recordadas y valoradas. Pero lo de la cognoscibilidad natural de Dios es, en el contexto, un problema totalmente marginal. Las palabras del Apóstol tienen mucho más que decirnos; contienen uno de esos «truenos de Dios» capaces de partir incluso los cedros del Líbano.
El Apóstol está atento a demostrar cuál es la situación de la humanidad antes de Cristo y fuera de él; en otras palabras, desde donde parte el proceso de la redención. Él no parte desde cero, de la naturaleza, sino desde bajo cero, del pecado. Todos han pecado, nadie está excluido. El Apóstol divide el mundo en dos categorías: griegos y judíos, es decir, paganos y creyentes, y comienza su requisitoria precisamente por el pecado de los paganos. Identifica el pecado fundamental del mundo pagano en la impiedad y en la injusticia. Dice que es un atentado a la verdad; no a esta o a aquella verdad, sino a la verdad originaria de todas las cosas.
El pecado fundamental, el objeto primario de la ira divina, es identificado en la asebeia, es decir, en la impiedad. En qué consiste exactamente esta maldad, el Apóstol lo explica enseguida, diciendo que consiste en el rechazo de «glorificar» y «dar gracias a Dios». En otras palabras, rechazar reconocer a Dios como Dios, al no tributarle la consideración que le es debida. Consiste, podríamos decir, en «ignorar» a Dios, donde, sin embargo, ignorar no significa tanto «no saber que existe», cuanto «hacer como si no existiera».
En el Antiguo Testamento oímos a Moisés que clama al pueblo: «¡Reconoced que Dios es Dios!» (cf. Dt 7,9) y un salmista recoge dicho grito, diciendo: «¡Reconoced que el Señor es Dios: Él nos ha hecho y somos suyos!» (Sal 100,3). Reducido a su núcleo germinativo, el pecado es negar ese «reconocimiento»; es el intento, por parte de la criatura, de anular la infinita diferencia cualitativa que existe entre la criatura y el Creador, negándose a depender de él. Dicho rechazo ha tomado cuerpo, concretamente, en la idolatría, por la cual se adora a la criatura en lugar del Creador (cf. Rom 1,25). Los paganos, prosigue el Apóstol, «alardeando de sabios, resultaron ser necios y cambiaron la gloria del Dios inmortal por imágenes del hombre mortal, de pájaros, cuadrúpedos y reptiles» (Rom 1,22-23).
El Apóstol no quiere decir que todos los paganos, indistintamente, hayan vividos subjetivamente en este tipo de pecado (más adelante hablará de paganos que se hacen queridos a Dios siguiendo la ley de Dios escrita en sus corazones, cf. Rom 2,14s); solo quiere decir cuál es la situación objetiva del hombre ante Dios tras el pecado. El hombre, creado «recto» (en sentido físico de erguido y en lo moral de justo), con el pecado se ha hecho «curvo», es decir, replegado sobre sí mismo, y «perverso», es decir orientado hacia sí mismo, en lugar de hacia Dios.
En la idolatría, el hombre no «acepta» a Dios, sino que se hace un dios. Las partes aparecen invertidas: el hombre se convierte en el alfarero, y Dios la vasija que él modela a su antojo (cf. Rom 9,20ss). Hay en todo ello una referencia, al menos implícita, al relato de la creación (cf. Gén 1,26-27). Allí se dice que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza; aquí se dice que el hombre ha cambiado por Dios la imagen y la figura de hombre corruptible. En otras palabras, Dios hizo al hombre a su imagen, ahora el hombre hace a Dios a su imagen. Puesto que el hombre es violento, he aquí que hará de la violencia un dios, Marte; puesto que es lujurioso, hará de la lujuria una diosa, Venus, y así sucesivamente. Hace de Dios la proyección de sí mismo.
«¡Tú eres ese hombre!»
Sería fácil demostrar que ésta es también la situación en la que, por cierto lado, nos hemos encontrado, en Occidente, desde el punto de vista religioso y del que ha comenzado el ateísmo moderno con la célebre máxima de Feuerbach: «No es Dios quien ha creado al hombre a su imagen, sino que es el hombre quien crea a Dios a su imagen». ¡En cierto sentido hay que admitir que esta afirmación es verdadera! Sí, Dios es realmente un producto de la mente humana. Sin embargo, el problema es saber de qué dios se trata. Ciertamente no del Dios vivo de la Biblia, sino sólo de un sucedáneo suyo.
Imaginemos que hoy un desequilibrado la toma a martillazos con la estatua del David, de Miguel Ángel, que se encuentra al aire libre, delante del Palazzo della Signoria en Florencia, y luego se pone a gritar con aire de triunfo: «¡He destruido el David de Miguel Ángel! ¡Ya no existe el David! ¡Ya no existe el David!» No sabe, pobre iluso, que era sólo una imitación, una copia para turistas con prisa, porque el verdadero David de Miguel Ángel, tras un atentado de este tipo ocurrido en el pasado, fue retirado de la circulación y puesto a salvo en la Galería de la Academia. Es lo que le sucedió a Nietzsche cuando, por boca de un personaje suyo, proclamó: «¡Hemos matado a Dios!»[1]. No se daba cuenta de que no había matado al verdadero Dios, sino una copia de «escayola».
Basta una simple observación para convencerse de que el ateísmo moderno no ha tenido que ver con el Dios de la fe cristiana, sino con una idea deformada de él. Si se hubiera mantenido viva en teología la idea del Dios Uno y Trino (en lugar de hablar de un vago «Ser supremo»), no habría sido tan fácil para Feuerbach hacer triunfar su tesis de que Dios es una proyección que el hombre hace de sí mismo y de la propia esencia. ¿Qué necesidad tendría el hombre de desdoblarse en tres: Padre, Hijo y Espíritu Santo? Es el vago deísmo lo que es derribado por el ateísmo moderno, no la fe en Dios uno y trino.
Pero pasemos a otra cosa. Nosotros no estamos aquí para refutar el ateísmo moderno o para un curso de teología pastoral; estamos aquí para hacer un camino de conversión personal. ¿Qué parte tenemos nosotros —entiendo ahora «nosotros» en el sentido de nosotros que estamos aquí, nosotros los creyentes—, en la tremenda requisitoria de la Biblia contra la idolatría? Según lo dicho hasta aquí, parecería, en efecto, que nosotros tenemos, más que otra cosa, un papel de acusadores. Pero escuchemos bien lo que sigue en la Carta de Pablo a los Romanos. Después de haber arrancado la máscara del rostro del mundo, en ella el Apóstol arranca la máscara también por nuestro rostro y veamos cómo.
«Por ello, tú que te eriges en juez, sea quien seas, no tienes excusa, pues, al juzgar a otro, a ti mismo te condenas, porque haces las mismas cosas, tú que juzgas. Sabemos que el juicio de Dios contra los que hacen estas cosas es según verdad. ¿Piensas acaso, tú que juzgas a los que hacen estas cosas pero actúas del mismo modo, que vas a escapar del juicio divino?» (Rom 2,1-3).
La Biblia narra esta historia. El rey David había cometido un adulterio; para cubrirlo había hecho morir en la guerra al marido de la mujer, de modo que, en ese punto, tomarla como mujer podía parecer incluso un acto de generosidad por parte del rey, respecto del soldado muerto luchando por él. Una verdadera cadena de pecados. Se acercó entonces a él el profeta Natán, enviado por Dios, y le contó una parábola (pero el rey no sabía que era una parábola). Había —dijo—, en la ciudad, un hombre rico que tenía rebaños de ovejas y había también un pobrecillo que tenía una sola oveja muy querida para él, de la cual obtenía su sustento y que dormía con él. Llegó al rico un huésped y él, conservando sus ovejas, tomó para sí la ovejita del pobre y la hizo matar por preparar la mesa al huésped. Al oír esta historia, la ira de David se desencadenó contra ese hombre y dijo: «¡Quien ha hecho esto merece la muerte!» Entonces Natán, abandonando de golpe la parábola y apuntando con el dedo hacia él, dijo a David: «¡Tú eres ese hombre!» (cf. 2 Sam 12,1ss).
Es lo que hace con nosotros el Apóstol Pablo. Después de habernos arrastrado detrás de sí en una justa indignación y horror por la impiedad del mundo, pasando por el capítulo primero al capítulo segundo de su Carta, como si se dirigiera de golpe hacia nosotros, nos repite: «¡Tú eres ese hombre!». La reaparición, en este punto, del término «inexcusable» (anapologetos), usado anteriormente para los paganos, no deja dudas sobre las intenciones de Pablo. Mientras juzgabas a los demás —viene a decir—, tú te condenabas a ti mismo. El horror que has concebido por la idolatría es hora de dirigirlo contra ti.
El «dirimente», a lo largo del capítulo segundo, se revela que es el judío que aquí, sin embargo, es tomado, más que otra cosa, como tipo. «Judío» es el no-griego, el no-pagano (cf. Rom 2,9-10); es el hombre piadoso y creyente que, firme en sus principios y en posesión de una moral revelada, juzga al resto del mundo y, juzgando, se siente seguro. «Judío» es, en este sentido, cada uno de nosotros. Orígenes decía incluso que, en la Iglesia, con quienes se las toma estas palabras del Apóstol son los obispos, presbíteros y diáconos, es decir, los guías, los maestros[2].
Pablo ha experimentado él mismo este shock, cuando, como fariseo, se hizo cristiano, y por eso puede hablar ahora con tanta seguridad y señalar a los creyentes el camino para salir del fariseísmo. Él desenmascara la ilusión extraña y frecuente de las personas piadosas y religiosas de considerarse al abrigo de la cólera de Dios, sólo porque tienen una clara idea del bien y del mal, conocen la ley y, si fuera necesario, la saben aplicar a los demás, mientras que, en cuanto a sí mismos, piensan que el privilegio de estar del lado de Dios o, de todos modos, la «bondad» y la «paciencia» de Dios, que conocen bien, harán una excepción para ellos.
Imaginemos esta escena. Un padre está reprochando a uno de sus hijos por alguna transgresión; otro hijo, que ha cometido la misma culpa, creyendo ganarse la simpatía del padre y escapar al reproche, se pone a gritar también él, en voz alta, el hermano, mientras que el padre se esperaba otra cosa, es decir, que, oyendo que reprochar al hermano y viendo su bondad y paciencia hacia él, él corriera a arrojarse a los pies, confesando que él también era reo de la misma culpa y prometiéndole enmendarse.
«¿O es que desprecias el tesoro de su bondad, tolerancia y paciencia, al no reconocer que la bondad de Dios te lleva a la conversión? Con tu corazón duro e impenitente te estás acumulando cólera para el día de la ira, en que se revelará el justo juicio de Dios» (Rom 2,4-5).
¡Qué terremoto el día que te das cuenta de que la palabra de Dios está hablando de este modo precisamente a ti y que ese «tú» eres tú! Ocurre como cuando un jurista está concentrado en analizar una famosa sentencia de condena emitida en el pasado y que sentó jurisprudencia cuando, de repente, observando mejor, se da cuenta de que esa sentencia se aplica también a él y está todavía en pleno vigor: cambia de golpe el estado de ánimo y el corazón deja de estar seguro de sí mismo. Aquí la palabra de Dios está comprometida en un auténtico tour de force; debe revertirse la situación de aquel que la está tratando. Aquí no hay escapatoria: hay que «colapsar» y decir como David: «¡He pecado!» (2 Sam 12,13), o se produce un endurecimiento ulterior del corazón y se refuerza la impenitencia. De la escucha de esta palabra de Pablo se sale o convertidos o endurecidos.
Pero, ¿cuál es la acusación específica que el Apóstol dirige contra los «piadosos»? La de hacer —dice— «las mismas cosas» que juzgan en los demás. ¿En qué sentido «las mismas cosas»? ¿En el sentido de materialmente las mismas? También esto (cf. Rom 2,21-24); pero sobre todo las mismas cosas, en cuanto a la sustancia, que es la maldad y la idolatría. El Apóstol lo destaca mejor durante el resto de su Carta, cuando denuncia la pretensión de salvarse con las propias obras y así hacer de sí mismos los acreedores y de Dios, el deudor. Si tú, viene a decir, observas la ley y haces todo tipo de buenas obras, pero para afirmar tu justicia, te pones a ti mismo en el lugar de Dios. Pablo no hace más que repetir con otras palabras lo que Jesús, en el Evangelio, había tratado de decir con la parábola del fariseo y del publicano en el templo y en otros infinitos modos.
Aplicamos el todo a nosotros cristianos, puesto que, como decíamos, el objetivo de Pablo no son tanto los judíos como pueblo, cuanto el hombre religioso en general y en el caso específico de los llamados «judeo-cristianos». Hay una idolatría escondida que insidia al hombre religioso. Si idolatría es «adorar la obra de sus manos» (cf. Is 2,8; Os 14,4), si idolatría es «poner la criatura en lugar del Creador», yo soy idólatra cuando pongo la criatura —mi criatura, la obra de mis manos— en lugar del Creador. Mi criatura puede ser la casa o la iglesia que construyo, la familia que creo, el hijo que he traído al mundo (¡cuántas mamás, también cristianas, sin darse cuenta, hacen de su hijo, especialmente si es único, su Dios!); puede ser el instituto religioso que he fundado, el cargo que desempeño, el trabajo que realizo, la escuela que dirijo, para mí que os hablo el libro que escribí precisamente sobre la Carta a los Romanos.
En el fondo de toda idolatría está la autolatría, el culto de sí, el amor propio, el ponerse a sí mismo en el centro y en el primer puesto en el universo, sacrificándole todo el resto. Basta que aprendamos a escucharnos mientras hablamos para descubrir cómo se llama nuestro ídolo, pues, como dice Jesús, «de la abundancia del corazón habla la boca » (Mt 12,34). Nos daremos cuenta de cuántas frases nuestras comienzan con la palabra «yo».
El resultado es siempre la impiedad, el no glorificar a Dios, sino siempre y sólo a sí mismos, el hacer servir el bien, también el servicio que prestamos a Dios —¡también Dios!—, al propio éxito y a la propia afirmación personal. Muchos árboles de tronco alto tienen raíz fusiforme, una raíz madre que desciende perpendicularmente bajo el tronco y hace que la planta esté firme e inquebrantable. Mientras no se pone el hacha en esa raíz, se pueden cortar todas las raíces laterales, pero el árbol no cae. Ese lugar es muy estrecho, no hay lugar para dos: o está mi yo, o está Cristo.
Quizás, entrando en mí mismo, estoy dispuesto, en este momento, a reconocer la verdad, es decir, que hasta ahora he vivido «para mí mismo», que también estoy implicado en el misterio de la impiedad. El Espíritu Santo me ha «convencido de pecado». Comienza para mí el milagro siempre nuevo de la conversión. Si el pecado, como nos explicó Agustín, consistió en un repliegue sobre sí mismos, la conversión más radical consiste en «enderezarnos» y re-dirigirnos a Dios. No podemos hacerlo en el transcurso de una predicación, o de una Cuaresma; pero podemos al menos tomar la decisión seria de hacerlo, y ya en cierto modo, para Dios, como haberlo hecho.
Si me alineo con todo mí yo en la parte de Dios, contra mi «yo», me hago su aliado; somos dos en luchar contra el mismo enemigo y la victoria está asegurada. Nuestro yo, como un pez sacado fuera de su agua, puede deslizarse aún y menearse un poco, pero está destinado a morir. Pero no es un morir, sino un nacer. «Quien quiere salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mi causa, la encontrará» (Mt 16,25). En la medida en que muere el hombre viejo, nace en nosotros «el hombre nuevo, creado según Dios en justicia y en la verdadera santidad» (Ef 4,24). El hombre o la mujer que todos secretamente queremos ser.
Dios nos ayude a realizar cada vez más la verdadera empresa de la vida que es nuestra conversión.
[1] Friedrich Nietzsche, La gaia ciencia, n. 125.
[2] Orígenes, Comentario de la Carta a los Romanos, 2,2: PG 14,873.
© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco
Sucede lo mismo con Dios. Él está siempre; «en él vivimos, nos movemos y existimos», decía Pablo a los atenienses (Hch 17,28); pero normalmente esto sucede como en el sueño, sin que nos demos cuenta. Es necesario, también para el espíritu de un despertar, un sobresalto de conciencia. Por eso, la Escritura nos exhorta a menudo a levantarnos del sueño: «Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz» (Ef 5,14). «¡Ya es tiempo de despertarse del sueño!» (Rom 13,11). Es lo que nos proponemos al continuar, en Cuaresma, la búsqueda del Dios vivo iniciada en Adviento.
La idolatría antigua y nueva
El Dios «vivo» de la Biblia está tan definido para distinguirlo de los ídolos que son cosas muertas. Es la batalla que une a todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento. Basta con abrir casi por casualidad una página de los profetas o de los salmos para encontrar allí los signos de esta épica lucha en defensa del Dios único de Israel. La idolatría es exactamente la antítesis del Dios vivo. De los ídolos, un salmo dice:
Sus ídolos, en cambio, son plata y oro,
hechura de manos humanas.
Tienen boca, y no hablan,
tienen ojos, y no ven,
tienen orejas, y no oyen,
tienen nariz, y no huelen,
tienen manos, y no tocan,
tienen pies, y no andan;
no tiene voz su garganta. (Sal 114,3-7).
Del contraste con los ídolos, el Dios vivo aparece como un Dios que «obra lo que quiere», que habla, que ve, que huele, ¡un Dios «que respira»! El aliento de Dios también tiene un nombre en la Escritura: se llama la Ruah Jahwe, el Espíritu de Dios. Es el hálito que Dios sopló sobre Adán cuando aún era un simulacro de arcilla (Gén 2,7); es el soplo que el Resucitado sopló sobre los discípulos la noche de Pascua: «Sopló sobre ellos y dijo: “Recibid el Espíritu Santo”» (Jn 20,22).
La batalla contra la idolatría lamentablemente no terminó con el fin del paganismo histórico; está siempre en acción. Los ídolos han cambiado de nombre, pero están más presentes que nunca. También dentro de cada uno de nosotros, veremos, hay uno que es el más temible de todos. Vale la pena por eso detenernos una vez sobre este problema, como problema actual, y no sólo del pasado.
Quien hizo de la idolatría el análisis más lúcido y más profundo es el Apóstol Pablo. Por él nos dejamos conducir al descubrimiento del «becerro de oro» que anida dentro de cada uno de nosotros. Al comienzo de la carta a los Romanos leemos estas palabras: «La ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres, que tienen la verdad prisionera de la injusticia. Porque lo que de Dios puede conocerse les resulta manifiesto, pues Dios mismo se lo manifestó. Pues lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son perceptibles para la inteligencia a partir de la creación del mundo a través de sus obras; de modo que son inexcusables, pues, habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron como Dios ni le dieron gracias; todo lo contrario, se ofuscaron en sus razonamientos, de tal modo que su corazón insensato quedó envuelto en tinieblas» (Rom 1,18-21).
En la mente de aquellos que han estudiado teología, estas palabras están vinculadas casi exclusivamente a la tesis de la cognoscibilidad natural de la existencia de Dios a partir de las criaturas. Por eso, una vez resuelto este problema, o después de que ha dejado de ser actual como en el pasado, sucede que muy raramente estas palabras son recordadas y valoradas. Pero lo de la cognoscibilidad natural de Dios es, en el contexto, un problema totalmente marginal. Las palabras del Apóstol tienen mucho más que decirnos; contienen uno de esos «truenos de Dios» capaces de partir incluso los cedros del Líbano.
El Apóstol está atento a demostrar cuál es la situación de la humanidad antes de Cristo y fuera de él; en otras palabras, desde donde parte el proceso de la redención. Él no parte desde cero, de la naturaleza, sino desde bajo cero, del pecado. Todos han pecado, nadie está excluido. El Apóstol divide el mundo en dos categorías: griegos y judíos, es decir, paganos y creyentes, y comienza su requisitoria precisamente por el pecado de los paganos. Identifica el pecado fundamental del mundo pagano en la impiedad y en la injusticia. Dice que es un atentado a la verdad; no a esta o a aquella verdad, sino a la verdad originaria de todas las cosas.
El pecado fundamental, el objeto primario de la ira divina, es identificado en la asebeia, es decir, en la impiedad. En qué consiste exactamente esta maldad, el Apóstol lo explica enseguida, diciendo que consiste en el rechazo de «glorificar» y «dar gracias a Dios». En otras palabras, rechazar reconocer a Dios como Dios, al no tributarle la consideración que le es debida. Consiste, podríamos decir, en «ignorar» a Dios, donde, sin embargo, ignorar no significa tanto «no saber que existe», cuanto «hacer como si no existiera».
En el Antiguo Testamento oímos a Moisés que clama al pueblo: «¡Reconoced que Dios es Dios!» (cf. Dt 7,9) y un salmista recoge dicho grito, diciendo: «¡Reconoced que el Señor es Dios: Él nos ha hecho y somos suyos!» (Sal 100,3). Reducido a su núcleo germinativo, el pecado es negar ese «reconocimiento»; es el intento, por parte de la criatura, de anular la infinita diferencia cualitativa que existe entre la criatura y el Creador, negándose a depender de él. Dicho rechazo ha tomado cuerpo, concretamente, en la idolatría, por la cual se adora a la criatura en lugar del Creador (cf. Rom 1,25). Los paganos, prosigue el Apóstol, «alardeando de sabios, resultaron ser necios y cambiaron la gloria del Dios inmortal por imágenes del hombre mortal, de pájaros, cuadrúpedos y reptiles» (Rom 1,22-23).
El Apóstol no quiere decir que todos los paganos, indistintamente, hayan vividos subjetivamente en este tipo de pecado (más adelante hablará de paganos que se hacen queridos a Dios siguiendo la ley de Dios escrita en sus corazones, cf. Rom 2,14s); solo quiere decir cuál es la situación objetiva del hombre ante Dios tras el pecado. El hombre, creado «recto» (en sentido físico de erguido y en lo moral de justo), con el pecado se ha hecho «curvo», es decir, replegado sobre sí mismo, y «perverso», es decir orientado hacia sí mismo, en lugar de hacia Dios.
En la idolatría, el hombre no «acepta» a Dios, sino que se hace un dios. Las partes aparecen invertidas: el hombre se convierte en el alfarero, y Dios la vasija que él modela a su antojo (cf. Rom 9,20ss). Hay en todo ello una referencia, al menos implícita, al relato de la creación (cf. Gén 1,26-27). Allí se dice que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza; aquí se dice que el hombre ha cambiado por Dios la imagen y la figura de hombre corruptible. En otras palabras, Dios hizo al hombre a su imagen, ahora el hombre hace a Dios a su imagen. Puesto que el hombre es violento, he aquí que hará de la violencia un dios, Marte; puesto que es lujurioso, hará de la lujuria una diosa, Venus, y así sucesivamente. Hace de Dios la proyección de sí mismo.
«¡Tú eres ese hombre!»
Sería fácil demostrar que ésta es también la situación en la que, por cierto lado, nos hemos encontrado, en Occidente, desde el punto de vista religioso y del que ha comenzado el ateísmo moderno con la célebre máxima de Feuerbach: «No es Dios quien ha creado al hombre a su imagen, sino que es el hombre quien crea a Dios a su imagen». ¡En cierto sentido hay que admitir que esta afirmación es verdadera! Sí, Dios es realmente un producto de la mente humana. Sin embargo, el problema es saber de qué dios se trata. Ciertamente no del Dios vivo de la Biblia, sino sólo de un sucedáneo suyo.
Imaginemos que hoy un desequilibrado la toma a martillazos con la estatua del David, de Miguel Ángel, que se encuentra al aire libre, delante del Palazzo della Signoria en Florencia, y luego se pone a gritar con aire de triunfo: «¡He destruido el David de Miguel Ángel! ¡Ya no existe el David! ¡Ya no existe el David!» No sabe, pobre iluso, que era sólo una imitación, una copia para turistas con prisa, porque el verdadero David de Miguel Ángel, tras un atentado de este tipo ocurrido en el pasado, fue retirado de la circulación y puesto a salvo en la Galería de la Academia. Es lo que le sucedió a Nietzsche cuando, por boca de un personaje suyo, proclamó: «¡Hemos matado a Dios!»[1]. No se daba cuenta de que no había matado al verdadero Dios, sino una copia de «escayola».
Basta una simple observación para convencerse de que el ateísmo moderno no ha tenido que ver con el Dios de la fe cristiana, sino con una idea deformada de él. Si se hubiera mantenido viva en teología la idea del Dios Uno y Trino (en lugar de hablar de un vago «Ser supremo»), no habría sido tan fácil para Feuerbach hacer triunfar su tesis de que Dios es una proyección que el hombre hace de sí mismo y de la propia esencia. ¿Qué necesidad tendría el hombre de desdoblarse en tres: Padre, Hijo y Espíritu Santo? Es el vago deísmo lo que es derribado por el ateísmo moderno, no la fe en Dios uno y trino.
Pero pasemos a otra cosa. Nosotros no estamos aquí para refutar el ateísmo moderno o para un curso de teología pastoral; estamos aquí para hacer un camino de conversión personal. ¿Qué parte tenemos nosotros —entiendo ahora «nosotros» en el sentido de nosotros que estamos aquí, nosotros los creyentes—, en la tremenda requisitoria de la Biblia contra la idolatría? Según lo dicho hasta aquí, parecería, en efecto, que nosotros tenemos, más que otra cosa, un papel de acusadores. Pero escuchemos bien lo que sigue en la Carta de Pablo a los Romanos. Después de haber arrancado la máscara del rostro del mundo, en ella el Apóstol arranca la máscara también por nuestro rostro y veamos cómo.
«Por ello, tú que te eriges en juez, sea quien seas, no tienes excusa, pues, al juzgar a otro, a ti mismo te condenas, porque haces las mismas cosas, tú que juzgas. Sabemos que el juicio de Dios contra los que hacen estas cosas es según verdad. ¿Piensas acaso, tú que juzgas a los que hacen estas cosas pero actúas del mismo modo, que vas a escapar del juicio divino?» (Rom 2,1-3).
La Biblia narra esta historia. El rey David había cometido un adulterio; para cubrirlo había hecho morir en la guerra al marido de la mujer, de modo que, en ese punto, tomarla como mujer podía parecer incluso un acto de generosidad por parte del rey, respecto del soldado muerto luchando por él. Una verdadera cadena de pecados. Se acercó entonces a él el profeta Natán, enviado por Dios, y le contó una parábola (pero el rey no sabía que era una parábola). Había —dijo—, en la ciudad, un hombre rico que tenía rebaños de ovejas y había también un pobrecillo que tenía una sola oveja muy querida para él, de la cual obtenía su sustento y que dormía con él. Llegó al rico un huésped y él, conservando sus ovejas, tomó para sí la ovejita del pobre y la hizo matar por preparar la mesa al huésped. Al oír esta historia, la ira de David se desencadenó contra ese hombre y dijo: «¡Quien ha hecho esto merece la muerte!» Entonces Natán, abandonando de golpe la parábola y apuntando con el dedo hacia él, dijo a David: «¡Tú eres ese hombre!» (cf. 2 Sam 12,1ss).
Es lo que hace con nosotros el Apóstol Pablo. Después de habernos arrastrado detrás de sí en una justa indignación y horror por la impiedad del mundo, pasando por el capítulo primero al capítulo segundo de su Carta, como si se dirigiera de golpe hacia nosotros, nos repite: «¡Tú eres ese hombre!». La reaparición, en este punto, del término «inexcusable» (anapologetos), usado anteriormente para los paganos, no deja dudas sobre las intenciones de Pablo. Mientras juzgabas a los demás —viene a decir—, tú te condenabas a ti mismo. El horror que has concebido por la idolatría es hora de dirigirlo contra ti.
El «dirimente», a lo largo del capítulo segundo, se revela que es el judío que aquí, sin embargo, es tomado, más que otra cosa, como tipo. «Judío» es el no-griego, el no-pagano (cf. Rom 2,9-10); es el hombre piadoso y creyente que, firme en sus principios y en posesión de una moral revelada, juzga al resto del mundo y, juzgando, se siente seguro. «Judío» es, en este sentido, cada uno de nosotros. Orígenes decía incluso que, en la Iglesia, con quienes se las toma estas palabras del Apóstol son los obispos, presbíteros y diáconos, es decir, los guías, los maestros[2].
Pablo ha experimentado él mismo este shock, cuando, como fariseo, se hizo cristiano, y por eso puede hablar ahora con tanta seguridad y señalar a los creyentes el camino para salir del fariseísmo. Él desenmascara la ilusión extraña y frecuente de las personas piadosas y religiosas de considerarse al abrigo de la cólera de Dios, sólo porque tienen una clara idea del bien y del mal, conocen la ley y, si fuera necesario, la saben aplicar a los demás, mientras que, en cuanto a sí mismos, piensan que el privilegio de estar del lado de Dios o, de todos modos, la «bondad» y la «paciencia» de Dios, que conocen bien, harán una excepción para ellos.
Imaginemos esta escena. Un padre está reprochando a uno de sus hijos por alguna transgresión; otro hijo, que ha cometido la misma culpa, creyendo ganarse la simpatía del padre y escapar al reproche, se pone a gritar también él, en voz alta, el hermano, mientras que el padre se esperaba otra cosa, es decir, que, oyendo que reprochar al hermano y viendo su bondad y paciencia hacia él, él corriera a arrojarse a los pies, confesando que él también era reo de la misma culpa y prometiéndole enmendarse.
«¿O es que desprecias el tesoro de su bondad, tolerancia y paciencia, al no reconocer que la bondad de Dios te lleva a la conversión? Con tu corazón duro e impenitente te estás acumulando cólera para el día de la ira, en que se revelará el justo juicio de Dios» (Rom 2,4-5).
¡Qué terremoto el día que te das cuenta de que la palabra de Dios está hablando de este modo precisamente a ti y que ese «tú» eres tú! Ocurre como cuando un jurista está concentrado en analizar una famosa sentencia de condena emitida en el pasado y que sentó jurisprudencia cuando, de repente, observando mejor, se da cuenta de que esa sentencia se aplica también a él y está todavía en pleno vigor: cambia de golpe el estado de ánimo y el corazón deja de estar seguro de sí mismo. Aquí la palabra de Dios está comprometida en un auténtico tour de force; debe revertirse la situación de aquel que la está tratando. Aquí no hay escapatoria: hay que «colapsar» y decir como David: «¡He pecado!» (2 Sam 12,13), o se produce un endurecimiento ulterior del corazón y se refuerza la impenitencia. De la escucha de esta palabra de Pablo se sale o convertidos o endurecidos.
Pero, ¿cuál es la acusación específica que el Apóstol dirige contra los «piadosos»? La de hacer —dice— «las mismas cosas» que juzgan en los demás. ¿En qué sentido «las mismas cosas»? ¿En el sentido de materialmente las mismas? También esto (cf. Rom 2,21-24); pero sobre todo las mismas cosas, en cuanto a la sustancia, que es la maldad y la idolatría. El Apóstol lo destaca mejor durante el resto de su Carta, cuando denuncia la pretensión de salvarse con las propias obras y así hacer de sí mismos los acreedores y de Dios, el deudor. Si tú, viene a decir, observas la ley y haces todo tipo de buenas obras, pero para afirmar tu justicia, te pones a ti mismo en el lugar de Dios. Pablo no hace más que repetir con otras palabras lo que Jesús, en el Evangelio, había tratado de decir con la parábola del fariseo y del publicano en el templo y en otros infinitos modos.
Aplicamos el todo a nosotros cristianos, puesto que, como decíamos, el objetivo de Pablo no son tanto los judíos como pueblo, cuanto el hombre religioso en general y en el caso específico de los llamados «judeo-cristianos». Hay una idolatría escondida que insidia al hombre religioso. Si idolatría es «adorar la obra de sus manos» (cf. Is 2,8; Os 14,4), si idolatría es «poner la criatura en lugar del Creador», yo soy idólatra cuando pongo la criatura —mi criatura, la obra de mis manos— en lugar del Creador. Mi criatura puede ser la casa o la iglesia que construyo, la familia que creo, el hijo que he traído al mundo (¡cuántas mamás, también cristianas, sin darse cuenta, hacen de su hijo, especialmente si es único, su Dios!); puede ser el instituto religioso que he fundado, el cargo que desempeño, el trabajo que realizo, la escuela que dirijo, para mí que os hablo el libro que escribí precisamente sobre la Carta a los Romanos.
En el fondo de toda idolatría está la autolatría, el culto de sí, el amor propio, el ponerse a sí mismo en el centro y en el primer puesto en el universo, sacrificándole todo el resto. Basta que aprendamos a escucharnos mientras hablamos para descubrir cómo se llama nuestro ídolo, pues, como dice Jesús, «de la abundancia del corazón habla la boca » (Mt 12,34). Nos daremos cuenta de cuántas frases nuestras comienzan con la palabra «yo».
El resultado es siempre la impiedad, el no glorificar a Dios, sino siempre y sólo a sí mismos, el hacer servir el bien, también el servicio que prestamos a Dios —¡también Dios!—, al propio éxito y a la propia afirmación personal. Muchos árboles de tronco alto tienen raíz fusiforme, una raíz madre que desciende perpendicularmente bajo el tronco y hace que la planta esté firme e inquebrantable. Mientras no se pone el hacha en esa raíz, se pueden cortar todas las raíces laterales, pero el árbol no cae. Ese lugar es muy estrecho, no hay lugar para dos: o está mi yo, o está Cristo.
Quizás, entrando en mí mismo, estoy dispuesto, en este momento, a reconocer la verdad, es decir, que hasta ahora he vivido «para mí mismo», que también estoy implicado en el misterio de la impiedad. El Espíritu Santo me ha «convencido de pecado». Comienza para mí el milagro siempre nuevo de la conversión. Si el pecado, como nos explicó Agustín, consistió en un repliegue sobre sí mismos, la conversión más radical consiste en «enderezarnos» y re-dirigirnos a Dios. No podemos hacerlo en el transcurso de una predicación, o de una Cuaresma; pero podemos al menos tomar la decisión seria de hacerlo, y ya en cierto modo, para Dios, como haberlo hecho.
Si me alineo con todo mí yo en la parte de Dios, contra mi «yo», me hago su aliado; somos dos en luchar contra el mismo enemigo y la victoria está asegurada. Nuestro yo, como un pez sacado fuera de su agua, puede deslizarse aún y menearse un poco, pero está destinado a morir. Pero no es un morir, sino un nacer. «Quien quiere salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mi causa, la encontrará» (Mt 16,25). En la medida en que muere el hombre viejo, nace en nosotros «el hombre nuevo, creado según Dios en justicia y en la verdadera santidad» (Ef 4,24). El hombre o la mujer que todos secretamente queremos ser.
Dios nos ayude a realizar cada vez más la verdadera empresa de la vida que es nuestra conversión.
[1] Friedrich Nietzsche, La gaia ciencia, n. 125.
[2] Orígenes, Comentario de la Carta a los Romanos, 2,2: PG 14,873.
© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco
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