sábado, 7 de enero de 2017

Estrenar la paz cuando la envejece la violencia


Volvimos a felicitarnos el año nuevo con aquellos más queridos y cercanos, y haciéndonos presente en los no estaban a nuestra vera pero queridos igualmente. No sabemos dejar de esperar a que las cosas puedan ser distintas cuando el mundo nuestro nos duele, y de qué manera. Un rito como este de estrenar el nuevo año, tiene sin duda alguna un trasfondo más amplio que desborda la fecha redonda del primero de enero. Porque nuestro corazón, no sólo en este día, sino siempre, tiene una sed infinita de estrenar una felicidad para la que ha sido creado.

Lo nuevo no es lo que somos capaces de estrenar por primera vez, sino lo que resulta ser más verdad cada día. Cada mañana podemos y debemos mirar con admiración y gratitud a la esposa y al esposo, a los hijos, a los hermanos o hermanas de comunidad, a los hermanos sacerdotes con los que trabajamos por el Reino de Dios, a las personas que Dios ha puesto en nuestro camino para nuestro bien y hacerles el bien. No mirarles con una fatiga y escepticismo que termine por aburrir nuestros ojos y nos haga bostezar con el corazón, sino mirarles con el asombro lleno del estupor inocente de los niños, aunque tengamos que pedir esa gracia al cielo cada mañana una y otra vez, estando seguros que será la gracia que más gustosamente nos concede el Señor.

Pero en nuestro mundo, es la paz lo que más urgentemente cabe estrenar, y resulta ser siempre una asignatura pendiente ante los estragos con que los enemigos de ella se empeñan en empañar de manera trágica y brutal como hace unos días en Estambul, sumando una fecha y un lugar más a una lista interminable. No se trata de una paz que sea hija de nuestros consensos interesados, una paz que nazca simplemente del seno de nuestras urnas que tantas veces se muestra frágil y vulnerable. La paz que pedimos al Señor proviene de Él mismo, de aquella paz que nos prometió y que jamás nos ha negado. La paz que cantaron los ángeles a los pastores en los aledaños de la gruta de Belén, una paz que bendice a los hombres de buena voluntad en todas nuestras bajuras y que da gloria al Dios Altísimo en las alturas.

Cuando pensamos en los pequeños o grandes conflictos internacionales, y cuando pensamos también en los conflictos más inmediatos y domésticos, allí donde nuestra vida personal se desenvuelve a diario en el seno de nuestras familias, en nuestros círculos de amigos y en los ámbitos laborales y conciudadanos, debemos poner rostro a ese reto siempre saludable de la paz a la que Dios nos llama a todos, una paz tejida de perdón y de amor. El papa Francisco nos ha propuesto un hermoso mensaje al comienzo de este año: “en un mundo como el actual, desgraciadamente marcado por guerras y numerosos conflictos, la elección de la no-violencia como una forma de vida requiere de una exigencia de responsabilidad a todos los niveles: en el educativo, en el familiar y un compromiso social y civil, también en la actividad política y en las relaciones internacionales...”. Pero no una no-violencia como quien no quiere problemas y se refugia en una indiferencia equidistante y neutral, sino que la apuesta por la paz “presupone una fuerza de ánimo, de valentía y de capacidad de afrontar las cuestiones y los conflictos con honestidad intelectual, buscando verdaderamente el bien común antes que sus propios intereses, ya sean ideológicos, económicos o políticos”.

Quiera Dios que podamos ser instrumentos de su Paz y de todo su Bien en medio de nuestro mundo. Es el deseo más sincero para los que amo al comenzar este año nuevo.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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