Lo cierto es que el arte llamado ‘católico’, salvo contadas excepciones, dejó de existir hace ya algunos siglos, como se puede comprobar entrando en cualquier iglesia aproximadamente moderna (y también, por cierto, en muchas iglesias antiguas, devastadas por las malhadadas desamortizaciones, por los furores vesánicos de nuestra Guerra Civil o –last, but not least– por el risueño vaticanosegundismo). Allí encontraremos imágenes más bobaliconas que piadosas, puro yeso merengoso y lienzo pompier; o bien, en una fase posterior, obras descoyuntadas y de un feísmo que levanta jaquecas, geometrías barulleras que actúan como eméticos de la devoción, chafarrinones horrendos con ínfulas vanguardistas. A esta penosa decadencia del arte llamado ‘católico’, hoy náufrago en la más absoluta irrelevancia, se le pueden buscar todas las explicaciones históricas, estéticas y filosóficas que se quiera; pero tal zurriburri de explicaciones no basta para negar una razón de tipo humano que suele escamotearse. Ocurrió que, durante siglos, quienes mandaban en la Iglesia entendían una verdad teológica tan elemental como que la Gracia puede alojarse en las almas heridas, o incluso infestadas por el vicio; y, en cambio, puede igualmente pasar de largo ante las almas más limpias e impolutas. Y, entendiendo esta elemental verdad teológica, la Iglesia no tuvo empacho en atraer hacia sí a los pintores de vida disoluta, a los poetas de hábitos escabrosos, a los artistas réprobos; y, de este modo, además de aprovecharse de la Gracia que anidaba en sus maltrechas almas y de incorporar a sus templos obras sublimes, a muchos los atrajo hacia su redil, salvándolos de la destrucción. Pero hubo un momento en que la Iglesia se protestantizó y sus jerarquías se rodearon de lo que Menéndez Pelayo llamaba «jansenistas y hazañeros» (o sea, puritanos y meapilas), gente de alma ruin que nunca sueña, gente muy devota y morigerada que se escandalizaba del pintor maricón, del poeta adúltero, del cineasta borracho; y que, en lugar de atraerlos, los expulsaba a las tinieblas, horrorizada de sus palabras soeces y sus obras ásperas y desgarradas. Y esta gente grimosilla fue adueñándose de las estructuras eclesiásticas, cuspideando hasta alcanzar el mando y desterrando el verdadero arte de la casa de Dios, para llenarla primero de yesos pastelosos y ya por último de horrendos chafarrinones.
A esta gente tan santita, impermeable al arte y a la Gracia, Charles Péguy la retrató con palabras de fuego que no me resisto a reproducir: «Y es que las más honradas gentes, o aquellos a quienes se llama así, o gustan que se les llame así, no tienen puntos flacos en la armadura. No están heridos. Su piel de moral constantemente intacta los hace un cuero y una coraza sin defecto. No presentan en ninguna parte esa abertura que hace una terrible herida, una inolvidable angustia, un punto de sutura mal cerrado, una mortal inquietud, un invisible trasfondo del alma, una amargura secreta, una ruina enmascarada, una cicatriz mal cerrada. No presentan esa puerta a la Gracia que es esencialmente el pecado. Puesto que no están heridos, no son vulnerables. Puesto que no les falta nada, no se les da nada. Puesto que no les falta nada, no se les da lo que es Todo. El amor mismo de Dios no cura aquello que no tiene llagas. El samaritano recogió al hombre porque estaba postrado en la tierra. La Verónica limpió el rostro de Jesús porque estaba sucio. El que no está caído, no será recogido; el que no está sucio, no será jamás limpiado».
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