miércoles, 14 de agosto de 2024

La Asunción de María. Por Luis Mª Mendizábal SJ

El Señor preparó a los discípulos dándoles los últimos consejos antes de subir al cielo, y de confiarlos al Espíritu Santo que vendría sobre ellos y continuaría así guiándolos en su tarea apostólica, hasta que también a ellos les llegara el momento de seguirle en la gloria. María es la primera criatura que, imitando a Jesús y participando de su obra y de su corazón, entra en el cielo en cuerpo y alma. Todos estamos destinados a esa resurrección y glorificación, pero María ya lo ha hecho ya.

“Asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”

¿Qué significó para la Virgen la Asunción, que es su participación única y privilegiada en el misterio de la ascensión de Jesús?. Según la definición dogmática del Papa Pío XII la Asunción significa, en primer lugar, que “fue librada de la corrupción del sepulcro”. Lo indica como contenido de la Revelación. Pero eso es sólo como el pórtico de este impresionante misterio. Luego viene la gloria: “fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”. No es simplemente que su cuerpo no se corrompió sino que entró, en cuerpo y alma, en la amistad cara a cara con Dios y con su Hijo. Este momento es importantísimo para nuestra relación con María.

Una maternidad consciente

María, ya desde el momento de la anunciación, fue radicalmente madre nuestra, así como Jesús era radicalmente redentor ya en el momento de la encarnación. Pero llegó a ser madre formalmente en el momento de la cruz, y por eso Jesús la proclama entonces como tal: Ahí tienes a tu madre (Jn 19). Luego, en Pentecostés, comienza el dinamismo eficaz de su maternidad, cuando con su oración contribuye a que el Espíritu Santo sea derramado sobre la Iglesia. Pero aún le faltaba un grado que alcanzar. Y será precisamente con su Asunción al cielo como suceda. Ahí esa maternidad se hará plenamente consciente.

En la cruz, viviendo todavía en la oscuridad de la fe, María ofrece su vida y el sacrificio de Jesús por todos los hombres, pero aún no nos conoce a cada uno. Diríamos que es como cuando una madre concibe a un hijo: lo lleva en su seno pero no lo conoce. Cuando el niño nace, entonces la madre lo ve, lo abraza. La espera lleva al deseo del conocimiento, y el conocimiento luego se expresa en un amor especial.

Pero cuando María llega a la visión de Dios, a la gloria, entonces ya sí que nos conoce personalmente a cada uno de nosotros. Conoce, en Dios, a esos hijos que irán naciendo a través del Bautismo. Y en el Bautismo Ella no sólo nos adopta, sino que podemos decir también que real y voluntariamente nos engendra, como la Iglesia misma nos engendra, en ese sentido. Algo que tenemos que agradecerle mucho. Que haya querido engendrarnos y aceptarnos como hijos personalmente.

Así, desde la Asunción, María establece con cada uno de nosotros una relación personal. Por eso, a esa cercanía suya que sentimos al verla tan semejante a nosotros en la sencillez de su vida humana tenemos que añadir la seguridad de su cercanía actual, precisamente por su Asunción al cielo. Una cercanía que se nos da con toda la riqueza de su humanidad, de ese cuerpo y esa alma de María, lleno de gracia, que han sido glorificados. Hay una continuidad de aquella humanidad de la Virgen, de aquella psicología suya femenina de su vida terrena, y que ha sido glorificada, y que ahora mantiene. Conserva en el cielo toda la riqueza de su delicadeza femenina, y toda la riqueza de su personalidad humana y sobrenatural, pero glorificada, elevada -diríamos- a una potencia infinita. Así es como se hace presente cerca de nosotros.

Inmensamente cercana

El Papa Pablo VI, hablando de María como Madre de la Iglesia, enunció un principio que me parece sumamente interesante cuando contemplamos el misterio de su Asunción: que María es tanto más cercana a nosotros cuanto más cerca está de Dios. Esto es clarísimo. Nada hay más cercano a nosotros que Dios. María es la más cercana a Dios de las criaturas, y por lo tanto la más cercana a nosotros, con su corazón materno, y nos sigue a cada uno, conscientemente, después de su Asunción al cielo. Sigue la vida de cada uno y los proyectos de Dios sobre él. Por eso podemos dirigirnos a Ella con toda razón.

El pueblo cristiano, sin hacer muchas elucubraciones teológicas, lo entiende. Y conmueve ver cómo los fieles se acercan a la imagen de María y se encomiendan a Ella y se dirigen a Ella como si estuviera viviendo con nosotros. Y es que realmente es así. Vive con nosotros. Nosotros nos dirigimos a Ella. Ella responde a nuestra oración y a nuestra plegaria. En el silencio íntimo del alma muchas veces nos habla con la respuesta silenciosa de Madre que se dirige a nosotros. Ella no nos ha dejado ni un sepulcro para venerar, ni nada de eso. Ella misma atrae nuestra atención y nuestra vida.

Plenamente bienaventurada

Así es María asunta al cielo en cuerpo y alma. Toda apertura maternal de su personalidad que mantiene en el cielo. Y al llegar al cielo se encuentra con su Hijo, esa persona divina a quien Ella sola puede llamar “Hijo mío”. Gusta su personalidad, su riqueza, su divinidad y las ve como no las había visto hasta entonces, y eso mismo se convierte en la plenitud de su bienaventuranza.

Se acerca al Señor, ve cara a cara a Dios con la riqueza y proporción de su inmaculada pureza y de su plenitud de gracia. Entra en la maravilla de contemplar el rostro de Dios que tanto anhelamos desde este mundo. “Muéstrame tu rostro”, le pedía Moisés al Señor. No es simplemente un mostrar el rostro de modo que se vea muy bien. Esa presentación del cielo no puede llenar al hombre. Ese “ver a Dios” es ver al amigo, al amigo que se nos descubre. Lo expresa bien el relato de Moisés: “Si es verdad lo que me dices, que eres mi amigo; si es verdad lo que me dices, que llevas mi nombre escrito en tu corazón, muéstrame tu rostro” (cf. Ex 34). Es ese mostrar el rostro el amigo, dándolo, dándose en ese “cara a cara”. En esto consiste la bienaventuranza. El Dios infinito que es Amor, amando, abrazando al alma. En este caso, abrazando a María, a la madre de Jesús, abrazándola, y quedándose en ella. Porque la bienaventuranza es “dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5), pero le verán en la intimidad de su corazón.

Con Ella, en camino

Esto es lo que la Virgen nos enseña en su Asunción. Esto es lo que nosotros hemos de aprender. Todo esto, en nuestra vida, es realidad. Estamos en este período como estaba Ella después de la Resurrección. Esa vida que fue para Ella como un vivir atraída hacia los bienes celestes, hacia su Hijo que le atraía del cielo. Era vivir como peregrina sobre la tierra, teniendo el corazón fijo en el cielo, y así su vida ya sobre la tierra era como una asunción progresiva. Iba espiritualizándose cada vez más de nuevo. Eso no significa desinterés por la vida real de la Iglesia, del mundo, de los hombres… ¡ni mucho menos! Más bien es interés enriquecido por esa presencia nueva de Dios, ahora más cerca de los hombres.

Si realmente se va realizando también en nosotros una “asunción progresiva” tenemos que notar que cuanto más nos acercamos de veras a Dios, más cerca estamos de los hombres. Porque “cuando le veamos seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es”. No se refiere a una semejanza de pura belleza estética. Alude a que tendremos el mismo corazón de Dios, seremos como Él, participaremos de su misericordia, de su bondad, de su deseo de salvación del mundo, de su amor a los hombres. Seremos así, “como Él”. En la delicadeza y el respeto hacia los demás, en la eliminación de todo lo que pueda ser crítica, amargura con nosotros, en el establecimiento en el mundo de la civilización de la verdad y del amor.

En ese camino la Virgen nos acompaña, muy cercana a nosotros. Es de verdad contemporánea nuestra. No María la de Nazaret, o la del cenáculo, no. Nos acompaña la Virgen asunta al cielo, pero cercana. Una madre, una hermana, una amiga.

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