Culminamos hace un año nuestra cuaresma dando paso al triduo pascual que se hace intenso en la semana santa cristiana. Parecía que ya estaba todo claro, que Jesús había resucitado y así lo cantamos convencidos el año pasado con sonoros aleluyas. La victoria sobre el mal en todas sus formas, la del pecado y de la muerte, eran ya cosa sabida, era coser y cantar. Pero, nuevamente nos ponemos en ese mismo trance penitente, y se nos invita otra vez a ayunar, a orar y a dar limosna, como si de pronto alguien dijera que había salido mal y tenemos que volver a empezar. Alguno se preguntará: ¿pero no habíamos quedado que Cristo había ya resucitado en la Pascua de hace un año?
Sin que sea cíclica la liturgia cristiana, sin que sea el cuento de nunca acabar, sí que es cierto que el Señor ha resucitado. Él sí… pero nosotros no. Por eso ante los textos y los gestos de la liturgia de este tiempo, nos encontraremos con nuestras viejas dificultades para vivir de veras nuestra vida cristiana: habrá una luz que necesitarán nuestros rincones más oscuros, y un bálsamo nuestras heridas no cicatrizadas, y será la verdad la que nuestros engaños reparen, y la belleza y la bondad lo que transformen nuestra deformidad y maldades. Porque seguimos siendo mendigos de esa gracia que el Señor nos obtuvo con su resurrección, mendigos de esa gracia porque somos pecadores.
Los tres gestos que ya desde el comienzo de la cuaresma se nos indican son tres formas de educar nuestra vida creyente como fieles cristianos, tres maneras con las que la Iglesia y el mismo Dios acompañan nuestra vida.
La oración en primer lugar. Cada mañana Dios abre a nuestros ojos todo un mundo sobre el que alienta su vida como en el soplo primero de la creación. Sabernos mirados por sus ojos, guardados por sus manos, amados por su corazón, es lo que nuestros hermanos los santos han acertado a vivir. Dios está presente en nuestros pasos, como padre solícito tras todos nuestros regresos pródigos, como padre gozoso cuando nos tiene en su hogar. Orar como diálogo con este Buen Dios en la trama de la vida, en lo que a diario nos acontece para pedirle entenderlo, para saber ofrecerlo, para acoger su compañía. La palabra de Dios de cada día, la celebración de la santa Misa, el sacramento de la confesión de nuestros pecados, serán citas de nuestro camino orante en la cuaresma.
En segundo lugar, el ayuno. Cristo ayunó y nosotros debemos entender su razón purificadora que despierta nuestra conciencia tantas veces adormilada o distraída. Pero también el ayuno es un gesto solidario que nos pone junto a quienes no pueden elegir porque toda su vida es un ayuno de cosas esenciales, de dignidad, de paz y justicia, una vida hambrienta de verdadera humanidad. Y ayunando como Jesús, y en comunión solidaria con los prójimos, venimos a juzgar nuestras pequeñas o grandes opulencias: tantas cosas inútiles y superfluas que engullimos sin que nos nutran ni alimentan.
Por último, la limosna. Todo nos ha sido dado, todo es don de Dios. Y el nombre cristiano del compartir fraterno es precisamente la limosna. Además de unas monedas o una cantidad que podemos ingresar en nuestras organizaciones católicas (Manos Unidas, Cáritas, etc.), se nos pide a nosotros mismos ser esa limosna: mi fe, mi esperanza y mi caridad, mis talentos, mi tiempo, mi disponibilidad… son las virtudes limosneras que cristianamente debo también saber dar como testimonio ante los hermanos y ante la sociedad.
Tiempo de cuaresma. Tiempo de conversión, de volver la mirada al Señor dejándonos mirar por Él; de mirar a cada hermano como somos mirados por Dios.
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