Quizá uno de los pasajes más duros del Nuevo Testamento sea Marcos 3,22-30. Jesús es muy claro con los escribas que lo acusaban injusta y absurdamente: “En verdad os digo, todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre”.
La disponibilidad al perdón por parte de Dios es inmensa, pero incluso una gracia tan grande como el perdón pide ser acogida. Dios quiere salvarnos, pero no parece querer/poder hacerlo sin contar con nosotros. Sin duda, rozamos el misterio de Dios, más grande que nuestro entendimiento.
La blasfemia de los escribas era muy grave. Acusaban a Jesús de estar poseído por Belzebú, el príncipe de los demonios, y de expulsar a los demonios con el poder del jefe de los demonios. Obviamente, y así se lo echa en cara Jesús, la acusación es no solamente injusta, sino absurda: “¿Cómo va a echar Satanás a Satanás?”.
Realmente, hay algo absurdo en todo pecado; algo contrario a la lógica y a la razón. El carácter razonable de la fe y de la enseñanza del Evangelio brilla, por contraste, al reparar en lo contradictorio del pecado. Es absurdo pensar que uno mismo sea el centro del universo y que su capricho sea la norma de lo bueno y de lo malo.
Es absurdo que los padres maltraten a sus hijos, nacidos o por nacer. Es absurdo que los hijos desprecien a sus padres. No tiene sentido matar a los semejantes. Es contradictorio con nuestra dignidad personal menospreciar el cuerpo. Va contra la razón robar, mentir, codiciar sin límites.
Y una sociedad edificada sobre esa contradicción sería completamente insoportable. Y, por desgracia, tenemos muchos signos que nos permiten estar convencidos de ello.
El reconocimiento de Dios es sano para la razón. No por casualidad san Pablo habla del “culto razonable” o “culto espiritual” (Rom 12,1). El hombre mismo, dotado de razón, se convierte en adoración y glorificación del Dios vivo. Hay aquí un nexo indisoluble que vincula la liturgia y la vida moral.
Lo razonable coincide con lo espiritual. En el fondo, es el Espíritu de Dios el que afina nuestra razón con el don de la sabiduría. Lo razonable y lo espiritual es lo que, auténticamente, está relacionado con el amor.
San Agustín decía: “Ves la Trinidad si ves el amor”. Pero, así como en la Trinidad no hay un reino dividido internamente – ya que Dios no obedece al dictado de Hegel - , tampoco es posible, de modo razonable, contraponer verdad y amor.
A no ser que queramos convertirnos en herederos de aquellos escribas a los que Jesús advierte de la gravedad de rechazar el perdón: Puede conducir semejante endurecimiento a la condenación final y a la perdición eterna.
No hay que ser malos. Ni tontos.
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