Se inicia un nuevo año litúrgico y se inicia con el Adviento. Tiempo que se regala a la Comunidad Cristiana para que se prepare a la venida del Señor; no sólo en Navidad, también para la última, la que tendrá lugar al final de la historia cuando todos seamos juzgados en clave de amor y el amor de Cristo resucitado purifique todo lo creado para volver a Dios.
Entre una y otra queda la personal, la que el Salvador de los hombres desea hacer al propio corazón, a nuestra intimidad, de ahí la conveniencia de prepararle un hogar acogedor. Durante el tiempo de Adviento la misma liturgia nos va ayudando a vivir cada instante en gozosa espera. El Dios de Abraham, Isaac y Jacob lleva a cabo sus promesas haciéndose historia, tomando de lo que es nuestro: nuestra humanidad.
Tiempo corto en días, ciertamente, pero intenso por una palabra que nos brinda la oportunidad de descubrirnos mirados, amados, recreados por quien hace nuevas todas las cosas: Cristo-Jesús.
Todos los que a lo largo de la historia de la salvación han entablado una verdadera relación de amistad con él, han descubierto que lo fundamental consiste en “dejarse mirar, dejarse amar”, porque el Padre desea amar en nosotros lo que ama en su Hijo Jesús.
Ciertamente, saboreando el “misterio” que encierra este tiempo, se descubre lo que el gran poeta latino Virgilio afirmó “todo lo vence el amor”; “demos paso al amor”, siguiendo las huellas de María que acogiendo la mirada tierna del Creador hizo posible que sus entrañas floreciesen para que de ella naciera el Hijo de Dios.
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