Este modo de hablar de Jesús sobreentiende una visión bien precisa del mundo: el tiempo presente es como una larga noche; la vida que llevamos se parece a un sueño; la actividad frenética que en ella desarrollamos es, en realidad, un soñar. Un escritor español del siglo XVII, Calderón de la Barca, escribió un famoso drama sobre el tema: La vida es sueño.
Del sueño nuestra vida refleja sobre todo la brevedad. El sueño ocurre fuera del tiempo. En el sueño las cosas no duran como en la realidad. Situaciones que requerirían días y semanas, en el sueño suceden en pocos minutos. Es una imagen de nuestra vida: llegados a la vejez, se mira atrás y se tiene la impresión de que todo no ha sido más que un soplo.
Otra característica del sueño es la irrealidad o vanidad. Uno puede soñar que está en un banquete y come y bebe hasta la saciedad; se despierta y se vuelve a tener hambre. Un pobre, una noche, sueña que se ha hecho rico: exulta en el sueño, se pavonea, hasta desprecia a su propio padre, fingiendo no reconocerle, pero se despierta y ¡se encuentra nuevamente pobre como era antes! Así sucede también cuando se sale del sueño de esta vida. Uno ha sido aquí abajo ricachón, pero he aquí que muere y se ve exactamente en la situación de aquel pobre que se despierta tras haber soñado que era rico. ¿Qué le queda de todas sus riquezas si no las ha empleado bien? Las manos vacías.
Hay una característica del sueño que no se aplica a la vida, la ausencia de responsabilidad. Puedes haber matado o robado en sueños; te despiertas y no hay rastro de culpa; tu certificado de antecedentes penales está sin mancha. No así en la vida; bien lo sabemos. Lo que uno hace en la vida deja huella, ¡y qué huella! Está escrito de hecho que «Dios dará a cada cual según sus obras» (Romanos 2,6).
En el plano físico hay sustancias que «inducen» y ayudan a conciliar el sueño; se llaman somníferos y son bien conocidos por una generación como la nuestra, enferma de insomnio. También en el plano moral existe un terrible somnífero. Se llama hábito. El hábito es como un vampiro. El vampiro -al menos según cuanto se cree- ataca a las personas que duermen y, mientras les chupa la sangre, a la vez les inyecta una sustancia soporífera que hace experimentar aún más dulce el dormir, de modo que el desafortunado se hunde cada vez más en el sueño y el vampiro le puede chupar toda la sangre que quiera. También el hábito en el vicio adormece la conciencia, por lo que uno ya no siente ni siquiera remordimiento; cree estar muy bien y no se percata de que está muriendo espiritualmente.
La única salvación, cuando este «vampiro» se te ha pegado encima, es que llegue algo de improviso para despertarte del sueño. Esto es lo que se determina a hacer con nosotros la palabra de Dios con esos gritos de despertar que nos hace oír tan frecuentemente en Adviento: «¡Velad!». Concluimos con una palabra de Jesús que nos abre el corazón a la confianza y a la esperanza: «Dichosos los siervos que el señor al venir encuentre despiertos; yo os aseguro que se ceñirá, los hará ponerse a la mesa y, yendo de uno a otro, les servirá» (Lucas 12,37).
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