lunes, 19 de junio de 2017

Creo por las bicicletas. Por Bruno M.

Como bien sabe todo epicúreo que se precie, hacer eses montando en bicicleta es uno de los grandes placeres de la vida. Algunos desdichados solo lo experimentan en la niñez y más tarde lo olvidan, bajo la presión de otros placeres más sofisticados y mucho menos placenteros. Lo cierto, sin embargo, es que puede disfrutarse a cualquier edad si uno conserva la capacidad de admiración común a niños, poetas, filósofos y santos.

En un terreno plano o ligeramente cuesta abajo, la sensación es fantástica. Parece que la bicicleta se moviese sola, deslizándose velozmente al girar, impulsada por el viento o por algún espíritu juguetón que habita en bicicletas, patines y triciclos. Mejor aún, se diría que la bicicleta se hace una sola cosa con su dueño, formando una especie de criatura mitológica, un centauro hombre-máquina, con ruedas en lugar de patas.

Uno podría estar horas disfrutando de la sensación de libertad que ofrece un mundo sin rozamiento, en el que puede moverse a su antojo de un lado a otro y cambiar de dirección sin esfuerzo ni perder velocidad. El cansancio, la inexorable gravedad y los problemas de los simples peatones quedan atrás, olvidados e insignificantes, y el conductor de la bicicleta recorre, triunfante y sin prisas, un reino perfectamente dispuesto para su goce y disfrute.

Como todos los grandes placeres de la vida, es humilde, fugaz y, a los ojos del mundo, intrascendente e infantil. Como todos los verdaderos placeres de la vida, no es casual ni arbitrario, sino que encierra un secreto, un gran Misterio oculto para los que tienen ojos pero no ven y tienen oídos pero no escuchan. Nos habla del cielo.





El ser humano es un ser monstruoso, una mezcla asombrosa y legendaria de opuestos aparentemente irreconciliables: materia y espíritu, cielo y tierra, finito e infinito, bien y mal, muerte y eternidad. Si no cerramos intencionadamente nuestros ojos, podemos entrever el espíritu presente en nuestra materia, anhelar la eternidad en la presencia misma de la muerte, vislumbrar el infinito subidos a la atalaya de nuestra pequeñez y nuestras limitaciones y gustar ya en la tierra una pizca de lo que será el cielo.

Con solo alzar la mirada y dejar, por un instante, de afanarnos por lo que no sacia, nos daremos cuenta de que el gran gozo que se puede encontrar zigzagueando despreocupadamente en una bicicleta, nadando en verano en una piscina o en el mar, patinando, balanceándose en un columpio o incluso saltando en paracaídas de aviones en perfecto estado de funcionamiento es una prefiguración del cielo. A inmensa distancia de lo que será el Reino celeste, por supuesto, pero en la dirección correcta, como una señal de carretera, que no es nuestro destino pero apunta hacia él.

Hemos sido creados para el cielo y todo nuestro ser desea llegar allí, aunque no seamos conscientes de ello e incluso aunque no creamos en su existencia. Como un caballo que piafa nervioso en el establo mientras lo ensillan para dar un paseo por el campo, nuestro cuerpo está impaciente por convertirse en lo que un día, si Dios quiere, llegará a ser: un cuerpo glorioso, a imagen del Cuerpo mismo de Cristo resucitado.

Nadar sin preocupaciones o burlar unos instantes la gravedad sobre una bicicleta nos acerca fugazmente a los cuerpos gloriosos, que, como dice la teología, gozarán de impasibilidad, sutilidad, agilidad y claridad. Los cuerpos de los bienaventurados en el cielo no estarán sometidos a las férreas limitaciones del espacio y las leyes de la física, sino que reinarán sobre ellas, al igual que Cristo resucitado, que pudo aparecerse corporalmente a los discípulos aunque estuvieran reunidos con las puertas cerradas.

También a nosotros Dios nos ha llamado a ser sus hijos y, como hijos del Rey, nuestro destino es reinar sobre el mundo creado, en lugar de vernos esclavizados por el pecado, el sufrimiento y la muerte. Somos una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios para proclamar las hazañas del que nos llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa.

Por eso cualquier pequeño placer honesto e inocente proporciona tanta alegría a quien sabe apreciarlo. Somos ciudadanos del cielo y, si bien podemos olvidarlo y vender nuestra primogenitura por un plato de lentejas, Dios se encarga de poner en nuestro camino esas pequeñas alegrías terrenas que, sin necesidad de razonamientos o teorías, hablan directamente a nuestro corazón de aquello que deseamos más que ninguna otra cosa.

Todo eso y mucho más podemos experimentarlo con sólo montar en bicicleta o disfrutar de cualquier otro sencillo placer que Dios nos regale. Siempre que abramos los ojos a las maravillas que Dios nos tiene preparadas y sepamos darle gracias en toda ocasión.

Bicicletas, patines y columpios, bendecid al Señor.

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