La Navidad celebra lo que, en el lenguaje de la fe, se llama el misterio de la encarnación. El Niño que nace en Belén es el Logos, el Verbo de Dios, el Hijo de Dios hecho hombre. El cristianismo piensa a Dios en la paradoja, en la aparente contradicción, de una alteridad que no equivale a una distancia imposible de colmar. Dios es Otro, no una proyección del yo, pero no está lejos, sino que se da, se acerca y se aproxima al hombre. Como escribe Joseph Ratzinger la “fusión” de divinidad y humanidad “ha sido posible porque Dios ha descendido en Cristo, ha asumido él mismo los límites del ser humano, los ha padecido y, en el amor infinito del crucificado, ha abierto de par en par la puerta de lo infinito”.
La encarnación no es una idea filosófica, sino un acontecimiento histórico. Con Jesús, Dios irrumpe en la historia para que nosotros podamos establecer un contacto con él. La peculiaridad del cristianismo radica en que Dios se desvela como realidad que interpela al hombre, como misterio de amor que ofrece al hombre la posibilidad del encuentro con él para hacer florecer la propia vida: “Dios quiere ser amado, no sufrido”, comenta el teólogo Sequeri. Los signos de la proximidad de Dios que Jesús inaugura en Belén son signos de liberación del mal, de un amor que es inseparable de la justicia. La proximidad de Dios no exonera de la búsqueda de la justicia, sino que reclama la conversión del corazón.
El cristianismo es una religión que instituye la proximidad del hombre con el hombre a la misma altura de la proximidad de Dios con el hombre. El amor a Dios y el amor al hombre constituyen un único amor: “cada decisión sobre la proximidad es una decisión que toca inextricablemente la intimidad de Dios y el destino del hombre”, añade Sequeri. La encarnación hace próximo a Dios en la humanidad de su Hijo. Encontramos aquí un fundamento cargado de implicaciones éticas, que generan historia y que se comprometen en el crecimiento de lo humano, ya que el amor a Dios se expresa y se realiza en el amor al otro, en el espacio de una existencia colaborativa. Es preciso, pues, unir la obediencia a la proximidad de Dios con las obras de la proximidad del hombre.
En el fondo, el humanismo de la cultura occidental no podría ser comprendido si la dignidad personal de cada uno y el vínculo social no fuesen reconducidos al mensaje evangélico de la proximidad de Dios y a los efectos de unión entre los hombres que crea ese mensaje.
Para no dejarnos cautivar por el secuestro individualista de la dignidad personal, por la explosión posmoderna del narcisismo y por la reducción del vínculo social a pura negociación, es bueno que nos deseemos mutuamente una feliz Navidad.
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