Queridos amigos:
Junto a María, Madre del Señor, y a san Juan Bautista, hoy la liturgia nos presenta una tercera figura, que casi incorpora el Adviento: san José. Meditando el texto evangélico podemos ver, me parece, tres elementos constitutivos de esta visión.
El primero y decisivo es que San José es llamado «hombre justo». Esta es para el Antiguo Testamento la caracterización máxima de quien vive verdaderamente según la palabra de Dios, de quien vive la alianza con Dios.
Para entenderlo bien, debemos pensar en la diferencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.
El acto fundamental del cristiano es el encuentro con Jesús, en Jesús con la Palabra de Dios, que es Persona. Al encontrarnos con Jesús nos encontramos con la verdad, con el amor de Dios, y así la relación de amistad se convierte en amor, crece nuestra comunión con Dios, somos verdaderamente creyentes y nos convertimos en santos.
El acto fundamental en el Antiguo Testamento es diferente, porque Cristo era todavía algo futuro y, por tanto, en el mejor de los casos se iba al encuentro de Cristo, pero no era todavía un verdadero encuentro como tal. La palabra de Dios en el Antiguo Testamento tiene básicamente la forma de la ley – «Torá». Dios guía, ese es el significado, Dios nos muestra el camino. Es un camino de educación que forma al hombre según Dios y le capacita para el encuentro con Cristo. En este sentido, esta rectitud, este vivir según la ley es un camino hacia Cristo, una prolongación hacia Él; pero el acto fundamental es la observancia de la Torá, de la ley, y ser así «un hombre justo».
San José es de nuevo un justo ejemplar del Antiguo Testamento.
Pero aquí hay un peligro y al mismo tiempo una promesa, una puerta abierta.
El peligro aparece en las discusiones de Jesús con los fariseos y, sobre todo, en las cartas de San Pablo. El peligro consiste en que si la palabra de Dios es fundamentalmente ley, debe ser vista como una suma de prescripciones y prohibiciones, un paquete de normas, y la actitud debe ser, por tanto, observar las normas y por tanto ser correcto. Pero si la religión es así, no es más que eso, no nace una relación personal con Dios, y el hombre permanece en sí mismo, busca perfeccionarse, ser perfecto. Pero esto da lugar a la amargura, como vemos en el segundo hijo de la parábola del hijo pródigo, que, habiéndolo observado todo, al final se amarga e incluso tiene un poco de envidia de su hermano que, como él piensa, ha tenido vida en abundancia. Este es el peligro: la mera observancia de la ley se vuelve impersonal, solo un hacer, el hombre se vuelve duro e incluso amargado. Al final no puede amar a este Dios, que se presenta solamente con reglas y a veces incluso con amenazas. Este es el peligro.
La promesa, en cambio, es: podemos ver también estas prescripciones, no solo como un código, un paquete de reglas, sino como una expresión de la voluntad de Dios, en la que Dios me habla, yo hablo con Él. Entrando en esta ley entro en diálogo con Dios, conozco el rostro de Dios, empiezo a ver a Dios, y así estoy en camino hacia la palabra de Dios en persona, hacia Cristo. Y un verdadero justo como san José es así: para él la ley no es simplemente la observancia de unas normas, sino que se presenta como una palabra de amor, una invitación al diálogo, y la vida según la palabra es entrar en este diálogo y encontrar detrás de las normas y en las normas el amor de Dios, comprender que todas estas normas no sirven por sí mismas, sino que son normas de amor, sirven para que crezca en mí el amor. Así se comprende que, finalmente, toda ley es solo amor a Dios y al prójimo. Una vez que se ha encontrado esto, se ha observado toda la ley. Si uno vive en este diálogo con Dios, un diálogo de amor en el que busca el rostro de Dios, en el que busca el amor y hace comprender que todo lo dicta el amor está en camino hacia Cristo, es un verdadero justo. San José es un verdadero justo, por eso en él el Antiguo Testamento se convierte en Nuevo, porque en las palabras busca a Dios, a la persona, busca su amor, y toda observancia es vida en el amor.
Lo vemos en el ejemplo que nos ofrece este Evangelio. San José, comprometido con María, descubre que espera un hijo. Podemos imaginarnos su decepción: conocía a esta muchacha y la profundidad de su relación con Dios, su belleza interior, la extraordinaria pureza de su corazón; veía brillar en ella el amor de Dios y el amor a su palabra, a su verdad, y ahora se encuentra gravemente decepcionado. ¿Qué hacer? He aquí que la ley ofrece dos posibilidades, en las que aparecen dos caminos, el peligroso, el fatal, y el de la promesa. Puede demandar ante el tribunal y así exponer a María a la vergüenza, destruirla como persona. Puede hacerlo en privado con una carta de separación. Y san José, un hombre verdaderamente justo, aunque sufrió mucho, llega a la decisión de tomar este camino, que es un camino de amor en la justicia, de justicia en el amor, y san Mateo nos dice que luchó consigo mismo, en sí mismo con la palabra. En esta lucha, en este camino para comprender la verdadera voluntad de Dios, ha encontrado la unidad entre el amor y la regla, entre la justicia y el amor, y así, en su camino hacia Jesús, está abierto a la aparición del ángel, abierto a que Dios le dé a conocer que se trata de una obra del Espíritu Santo.
San Hilario de Poitiers, en el siglo IV, una vez, tratando del temor de Dios, dijo al final: «Todo nuestro temor está puesto en el amor», es solo un aspecto, un matiz del amor. Así que podemos decir aquí para nosotros: toda la ley está puesta en el amor, es una expresión del amor y debe cumplirse entrando en la lógica del amor. Y aquí hay que tener en cuenta que, incluso para nosotros los cristianos, existe la misma tentación, el mismo peligro que existía en el Antiguo Testamento: incluso un cristiano puede llegar a una actitud en la que la religión cristiana sea vista como un paquete de reglas, prohibiciones y normas positivas, de prescripciones. Se puede llegar a la idea de que solo se trata de cumplir prescripciones impersonales y así perfeccionarse, pero de este modo se vacía el fondo personal de la palabra de Dios y se llega a una cierta amargura y dureza del corazón. En la historia de la Iglesia vemos esto en el jansenismo. También nosotros conocemos este peligro, también nosotros sabemos personalmente que debemos superar siempre de nuevo este peligro y encontrar a la Persona y, en el amor a la Persona, el camino de la vida y la alegría de la fe. Ser justos es encontrar este camino, y por eso también nosotros estamos siempre de nuevo en camino del Antiguo Testamento al Nuevo Testamento en la búsqueda de la Persona, del rostro de Dios en Cristo. Esto es precisamente el Adviento: salir de la pura norma hacia el encuentro del amor, salir del Antiguo Testamento, que se convierte en Nuevo.
Este es, pues, el primer y fundamental elemento de la figura de San José, tal como aparece en el Evangelio de hoy. Ahora, dos comentarios muy breves sobre el segundo y el tercer elemento.
El segundo: ve al ángel en sueños y escucha su mensaje. Esto supone una sensibilidad interior hacia Dios, una capacidad de percibir la voz de Dios, un don de discernimiento, que le hace capaz de discernir entre los sueños que son sueños y un verdadero encuentro con Dios. Solo porque san José estaba ya en camino hacia la Persona del Verbo, hacia el Señor, hacia el Salvador, pudo discernir; Dios pudo hablarle y él comprendió: esto no es un sueño, es la verdad, es la aparición de su ángel. Y así pudo discernir y decidir.
También es importante para nosotros esta sensibilidad a Dios, esta capacidad de percibir que Dios me habla, y esta capacidad de discernir. Por supuesto, Dios no nos habla normalmente como habló a través del ángel a José, pero también tiene sus modos de hablarnos. Son gestos de la ternura de Dios, que debemos percibir para encontrar alegría y consuelo, son palabras de invitación, de amor, incluso de petición en el encuentro con personas que sufren, que necesitan mi palabra o mi gesto concreto, una acción. Aquí hay que ser sensible, conocer la voz de Dios, comprender que ahora Dios me habla y responder.
Y así llegamos al tercer punto: la respuesta de San José a la palabra del ángel es la fe y luego la obediencia, que se cumple. Fe: comprendió que era realmente la voz de Dios, que no era un sueño. La fe se convierte en un fundamento sobre el que actuar, sobre el que vivir, es reconocer que es la voz de Dios, el imperativo del amor, que me guía por el camino de la vida, y luego hacer la voluntad de Dios. San José no era un soñador, aunque el sueño fue la puerta por la que Dios entró en su vida. Era un hombre práctico y sobrio, un hombre de decisión, capaz de organizarse. No fue fácil -creo- encontrar en Belén, porque no había sitio en las casas, el establo como lugar discreto y protegido y, a pesar de la pobreza, digno para el nacimiento del Salvador. Organizar la huida a Egipto, encontrar un lugar donde dormir cada día, vivir durante mucho tiempo: todo ello exigía un hombre práctico, con sentido de la acción, con capacidad para responder a los desafíos, para encontrar formas de sobrevivir. Y luego, a su regreso, la decisión de volver a Nazaret, de fundar aquí la patria del Hijo de Dios, muestra también que era un hombre práctico, que como carpintero vivía y hacía posible la vida cotidiana.
Así, san José nos invita, por una parte, a este camino interior en la Palabra de Dios, a estar cada vez más cerca de la persona del Señor, pero al mismo tiempo nos invita a una vida sobria, al trabajo, al servicio cotidiano para cumplir con nuestro deber en el gran mosaico de la historia.
Demos gracias a Dios por la hermosa figura de San José. Oremos: «Señor ayúdanos a abrirnos a Ti, a encontrar cada vez más tu rostro, a Amarte, a encontrar el amor en la norma, a enraizarnos, a realizarnos en el amor. Ábrenos al don del discernimiento, a la capacidad de escucharte y a la sobriedad de vivir según tu voluntad y en nuestra vocación». Amén.
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