El Evangelio (Mc 6, 14-29) cuenta el martirio de Juan Bautista. Un relato con cuatro personajes: el rey Herodes, Herodías, Salomé y el profeta decapitado. Al final, los discípulos de Juan piden el cuerpo del profeta y le dan sepultura. El más grande acabó así. Pero Juan lo sabía, sabía que tenía que anonadarse. Lo dijo desde el principio, hablando de Jesús: “Él debe crecer, y yo disminuir”. Y disminuyó hasta la muerte. Fue el precursor, el anunciador de Jesús, que dijo: “No soy yo; ese es el Mesías”. Lo mostró a los primeros discípulos y luego su luz se apagó poco a poco, hasta la oscuridad de aquella celda, en la cárcel donde, solo, fue decapitado. ¿Y porqué pasó eso? No es fácil contar la vida de los mártires. El martirio es un servicio, un misterio, un don de la vida muy especial y muy grande. Y al final las cosas concluyen violentamente, por actitudes humanas que llevan a quitar la vida a un cristiano, a una persona honrada, y hacerlo mártir.
Veamos los otros tres personajes. Primero el rey, que creía que Juan era un profeta, lo escuchaba con gusto, de algún modo lo protegía, pero lo tenía encarcelado. Era indeciso, porque Juan le reprochaba su pecado, el adulterio. En el profeta, Herodes oía la voz de Dios que le decía: “Cambia de vida”, pero no lograba hacerlo. El rey era corrupto, y donde hay corrupción, es muy difícil salir. Un corrupto que intentaba hacer equilibrios diplomáticos entre su vida, no solo adúltera, sino también de tantas injusticias, y su conciencia que sabía que aquel hombre era santo. Y no lograba desatar el nudo. Luego, Herodías, la mujer del hermano del rey, asesinado por Herodes para poseerla. El Evangelio dice de ella solo que odiaba a Juan, porque hablaba claro. Y sabemos que el odio es capaz de todo, es una fuerza grande. El odio es la respiración de Satanás. Pensemos que él no sabe amar, no puede amar. Su ‘amor’ es el odio. Y esta mujer tenía el espíritu satánico del odio, que destruye. El tercer personaje, la hija de Herodías, Salomé, buena bailarina, que gustó mucho a los comensales y al rey. Herodes, con ese entusiasmo, prometió a la chica: “Te lo daré todo”. Usa las mismas palabras que Satanás para tentar a Jesús: “Si me adoras te daré todo, todo el reino”. Pero Herodes no lo podía saber.
Tras estos personajes está satanás, sembrador de odio en la mujer, sembrador de vanidad en la chica, sembrador de corrupción en el rey. Y el hombre más grande nacido de mujer acabó solo, en una celda oscura de la cárcel, por el capricho de una bailarina vanidosa, el odio de una mujer diabólica y la corrupción de un rey indeciso. Un mártir que dejó que su vida se fuese apagando poco a poco, para dejar sitio al Mesías. Juan muere en la celda, en el anonimato, como tantos mártires nuestros. El Evangelio dice solo que “sus discípulos fueron a recoger el cadáver y lo pusieron en un sepulcro”. Todos sabemos que fue un gran testigo, un gran hombre, un gran santo. La vida tiene valor solo al darla, al darla en el amor, en la verdad, al darla a los demás, en la vida ordinaria, en la familia. Siempre al darla. Si uno toma la vida para sí, para protegerla, como el rey en su corrupción o la mujer con el odio, o la chica con su vanidad –un poco adolescente, inconsciente–, la vida muere, la vida se marchita, no sirve.
Juan dio su vida: “Yo debo disminuir para que Él sea escuchado, sea visto, para que Él se manifieste, el Señor”. Solo os aconsejo no pensar mucho en esto, pero sí recordar la imagen de los cuatro personajes: el rey corrupto, la mujer que solo sabía odiar, la chica vanidosa que es una inconsciente, y el profeta decapitado solo en la celda. Mirar eso, y que cada uno abra el corazón para que el Señor le hable de eso.
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