(iglesiadeasturias) Tras haber traído a estas páginas la historia de la venerable Práxedes Fernández y de san Pedro Poveda, con motivo del Año Jubilar nos acercamos a un nuevo personaje ilustre que visitó Covadonga. En esta ocasión conocemos la historia de san Antonio María Claret quien, un 16 de julio de 1849, fundó de los Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María.
En la actualidad, la congregación está presente en 65 países con más de 3.100 misioneros claretianos. “Nuestro carisma es ser servidores de la palabra de Dios. Intentamos concretar el espíritu del padre Claret de llevar el anuncio de la Buena Noticia, discerniendo que en cada tiempo y contexto social qué es lo que quiere Dios de nosotros dentro de la Iglesia y ser fieles a su carisma de evangelizar por todos los medios posibles. Por eso estamos presentes en colegios, parroquias, comunidades de exclusión social, desarrollo de Iglesias jóvenes, formación de vida consagrada”, explica Simón Cortina, superior de la comunidad claretiana de Gijón.
Antonio María Claret nació en 1807 en Sallent (Barcelona) en una familia dedicada a la fabricación textil. Aunque de niño había sentido la llamada para convertirse en sacerdote, en su juventud se centra en desarrollar sus capacidades en el negocio familiar y abandona sus aspiraciones religiosas. Instalado en Barcelona sufre varios desengaños, especialmente de uno de sus amigos más cercanos, y vive un episodio que le marca: en la playa de la Barceloneta está a punto de ahogarse y esto hace que sea más consciente de la fragilidad de la vida. En ese momento se vuelve hacia la Virgen y el Evangelio.
El 13 de junio de 1835 se ordena sacerdote y pocos años más tarde siente el anhelo de evangelizar como misionero. Comienza a realizar misiones populares y su superior eclesiástico decide liberarle de responsabilidades parroquiales para que pueda dedicarse por entero a esta vocación. Comienza a predicar por Cataluña, siempre a pie, a dirigir ejercicios espirituales, publicar tratados formativos para los distintos fieles: “Siempre se preocupó por el anuncio del Evangelio y por favorecer la formación para que la personas pudiesen mejorar y crear una sociedad más justa”, comenta Simón Cortina.
En 1849, a los pocos días de fundar la congregación de los Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María es nombrado arzobispo de Santiago de Cuba donde se encuentra con una situación muy delicada socialmente. Su carácter misionero le lleva a recorrer la diócesis buscando soluciones concretas a tantas dificultades. En su lucha contra la esclavitud, que aún estaba vigente en Cuba, crea un granja-escuela para niños pobres, bibliotecas populares y una caja de ahorros social. Su incansable actividad le cuesta enfrentamientos, calumnias y atentados.
En 1857 se traslada a Madrid porque la reina Isabel II “pide expresamente que el sea su confesor. De repente, una persona que cree que nació para ser misionero se ve en una corte con todo lo que eso suponía. Entendió que podría realizar también desde esa posición una labor evangelizadora y misionera y aprovechaba los viajes de la reina por España para hacerlo”, comenta el padre Simón. Con Isabel II, el príncipe de Asturias Alfonso y la infanta Isabel viaja a Covadonga en 1858, alguien que como él tenía en la Virgen “una referencia absoluta como madre y modelo de cristiana. La primera creyente”, por esa razón nombró a su congregación como Hijos del Inmaculado Corazón de María.
A pesar de su vinculación con la corte sigue viviendo austeramente, visita cárceles y hospitales, confiesa y predica. Su independencia e integridad le acarrean enemistades. “La reina le admiraba y valoraba, aunque no siempre decía lo que le gustaba y llamaba a las cosas por su nombre. Esto hizo que fuese satirizado y ridiculizado, pero él no buscaba reconocimientos sino llevar adelante lo que consideraba que era más justo en cada momento en respuesta al Evangelio”.
La revolución del 68 provoca que acompañe a la reina en el exilio y ya en París realiza muchas actividades apostólicas. Un año después se traslada a Roma donde se estaba desarrollando el Concilio Vaticano en el que defiende apasionadamente la infalibilidad pontificia. Allí su salud comienza a resentirse gravemente y, viendo que final puede estar cerca se traslada a la comunidad que los misioneros claretianos desterrados de España han establecido en Francia. El cónsul español pide entonces que sea detenido y sus perseguidores llegan incluso a este lugar de retiro por lo que debe huir. Escondido en un monasterio cisterciense muere a los 62 años, un 24 de octubre de 1870. Pío XI lo consagra beato el 25 de febrero de 1934 y Pío XII lo canoniza el 7 de mayo de 1950.
No hay comentarios:
Publicar un comentario