sábado, 19 de mayo de 2018

Repasando el Catecismo

La legítima defensa

2263 La legítima defensa de las personas y las sociedades no es una excepción a la prohibición de la muerte del inocente que constituye el homicidio voluntario. “La acción de defenderse [...] puede entrañar un doble efecto: el uno es la conservación de la propia vida; el otro, la muerte del agresor” (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 2-2, q. 64, a. 7). “Nada impide que un solo acto tenga dos efectos, de los que uno sólo es querido, sin embargo el otro está más allá de la intención” (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 2-2, q. 64, a. 7).

2264 El amor a sí mismo constituye un principio fundamental de la moralidad. Es, por tanto, legítimo hacer respetar el propio derecho a la vida. El que defiende su vida no es culpable de homicidio, incluso cuando se ve obligado a asestar a su agresor un golpe mortal:


«Si para defenderse se ejerce una violencia mayor que la necesaria, se trataría de una acción ilícita. Pero si se rechaza la violencia en forma mesurada, la acción sería lícita [...] y no es necesario para la salvación que se omita este acto de protección mesurada a fin de evitar matar al otro, pues es mayor la obligación que se tiene de velar por la propia vida que por la de otro» (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 2-2, q. 64, a. 7).

2265 La legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro. La defensa del bien común exige colocar al agresor en la situación de no poder causar prejuicio. Por este motivo, los que tienen autoridad legítima tienen también el derecho de rechazar, incluso con el uso de las armas, a los agresores de la sociedad civil confiada a su responsabilidad.

2266 A la exigencia de la tutela del bien común corresponde el esfuerzo del Estado para contener la difusión dem comportamientos lesivos de los derechos humanos y las normas fundamentales de la convivencia civil. La legítima autoridad pública tiene el derecho y el deber de aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito. La pena tiene, ante todo, la finalidad de reparar el desorden introducido por la culpa. Cuando la pena es aceptada voluntariamente por el culpable, adquiere un valor de expiación. La pena finalmente, además de la defensa del orden público y la tutela de la seguridad de las personas, tiene una finalidad medicinal: en la medida de lo posible, debe contribuir a la enmienda del culpable.

2267 La enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye, supuesta la plena comprobación de la identidad y de la responsabilidad del culpable, el recurso a la pena de muerte, si esta fuera el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas.

Pero si los medios incruentos bastan para proteger y defender del agresor la seguridad de las personas, la autoridad se limitará a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana.

Hoy, en efecto, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquél que lo ha cometido sin quitarle definitivamente la posibilidad de redimirse, los casos en los que sea absolutamente necesario suprimir al reo «suceden muy [...] rara vez [...], si es que ya en realidad se dan algunos» (EV 56)

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