Escribe Silverio Rodríguez Zapico, Delegado episcopal de Ecumenismo
Tony de Mello fue un jesuita indio que murió hace todavía poco tiempo de forma prematura y que nos dejó bellísimos relatos e historias para apoyar el acompañamiento espiritual que llevaba a cabo de múltiples formas. Una de sus parábolas nos viene estupendamente para introducirnos en la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos. Dice así:
“Una tarde soleada de primavera a Jesús se le ocurrió darse una vuelta por un estadio de fútbol. Jugaba, de una parte, el Celtic (católicos) y, de otra, el Rangers (protestantes). Marcaron primero los del Celtic y Jesús aplaudió fervorosamente. Entonces los del Rangers pensaron: -”Este no es de los nuestros”. Marcaron, después, los jugadores del Rangers, y Jesús volvió a aplaudir. Los del Celtic comentaron: -”Este no es de los nuestros”.
Y, como Jesús se empeñase en aplaudir a unos jugadores y a otros, prescindiendo de si eran rivales o no, todos empezaron a criticarlo: -”Ese debe de ser un ateo, porque no es ni católico ni protestante. Aplaude a todos”.
Cuando Jesús llegó a casa habló en privado con sus discípulos, y les dijo que él iba al fútbol a divertirse “y que lógicamente no apoyaba a ningún bando, ni siquiera a los bandos confesionales o religiosos, y que, ante todo, se fijaba en el corazón de las personas...”.
Metidos en anécdotas de intolerancias y partidismos, podríamos escribir una biblioteca entera. Y no solo con talibanes del Islam como protagonistas. Antes de todo ello el cristianismo tiene que comenzar por barrer su propia casa. Tenemos entre cristianos de las diferentes iglesias y confesiones páginas y páginas escritas desde hace muchos siglos para acá. Las conclusiones son fáciles de sacar: las divisiones o sectarismos (confesionales o ateos, religiosos o laicos), cuando se exacerban o se llevan a un límite, pueden generar situaciones tragicómicas, como las de la historia narrada antes.
Intransigencias hay, faltaría más... Pero cuando a la intransigencia se la tiñe de tonos y matices religiosos, malo. Y cuando las intransigencias son cristianas, peor. ¡Qué pena!
¿Se puede pensar en un Dios partidista? Si así fuera, ¿se reuniría el Papa a rezar, en Asís, con miembros de otras religiones no cristianas? ¿Se encontraría, en todos sus viajes y en su propia casa, con los representantes de todas las iglesias cristianas? ¿No es verdad que al Dios y Padre de Jesucristo le cabemos todos en el corazón?
Predomina, hoy, un clamor universal, para que las grandes religiones se sienten a dialogar. Y también que los cristianos sigamos haciéndolo. En los años del concilio Vaticano II nos habíamos entusiasmado con el ecumenismo, es decir con el esfuerzo por lograr, en una sola Iglesia, la unidad rota entre cristianos católicos, protestantes y ortodoxos mediante un diálogo paciente, largo y honesto.
A todo cisma le ponemos fecha, pero nos olvidamos de que eso ha tenido un camino, una historia de pequeñas rupturas, rivalidades y distanciamientos, de frialdad en el trato y de dureza de corazón.
Y, a la inversa, el camino de la unidad y del reencuentro es igualmente un proceso que comporta pequeños pasos, gestos de cercanía cordial y sincera, oración compartida, todo ello sostenido por la gracia que hará posible la plena comunión.
El movimiento ecuménico nació en 1948 y más que un deseo era una necesidad y un clamor. Hoy a muchos ya ni les suena la palabra ecumenismo. No saben, no contestan. O se habla de ello un día, una semana al año, cuando toca. No es cuestión de palabras ni definiciones, pero en este caso olvidar el nombre me temo que es haber perdido la cosa nombrada, la realidad. Eso sería grave.
Cuando Jesús fue a aquel estadio, dio una deportiva lección. Y de algo más que de fútbol.
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