Parece que a algunos obispos les ha entrado una prisa incomprensible. Dicen, según parece, algunos obispos, que Dios no puede esperar - que su misericordia es algo así como un resorte automático - No lo creo.
Hace unos años, en este mismo blog, publiqué una entrada que titulaba “La paciencia de Dios". Hoy lo he vuelto a leer, ese texto, y me sigue convenciendo:
“Dios se revela como moderado, indulgente, dando lugar tras el pecado al arrepentimiento: “Tú, poderoso soberano, juzgas con moderación y nos gobiernas con gran indulgencia, porque puedes hacer cuanto quieres” (Sab 12,18). El poder de Dios se relaciona en este texto con su clemencia y con nuestra esperanza: “diste a tus hijos la dulce esperanza de que, en el pecado, das lugar al arrepentimiento” (Sab 12,19).
Santo Tomás de Aquino señala, en un Comentario de la Epístola a los Efesios, cuatro razones de la misericordia divina en relación con nosotros: Dios nos dio el ser; nos hizo a imagen suya y capaces de su felicidad; reparó la quiebra del hombre corrompido por el pecado y entregó a su propio Hijo para que nos salváramos. El poder que manifiesta su obra creadora y redentora expresa, asimismo, su clemencia y misericordia, su “excesivo amor” (Ef 2,4).
La paciencia de Dios sabe esperar el momento de la siega para separar el trigo de la cizaña (cf Mt 13,24-30). Junto a la buena semilla que Cristo planta en el campo del mundo crece también la cizaña. La paciencia de Dios permite incluso actuar a su enemigo, que siembra la cizaña en medio del trigo. Nuestro papel es atajar, en la medida de lo posible, la cizaña pero sin usurpar el papel de Dios. Solo a Él le corresponde el juicio definitivo, no a nosotros.
La comunidad cristiana no es ni puede ser una secta de puros y de iluminados. Esa tentación sectaria, proclive a un ascetismo extremo, no ha estado nunca ausente del todo en la historia del cristianismo. La preocupación de cada uno de nosotros ha de ser dar buen fruto, ser buen trigo, apartando de nuestro corazón todo lo que pueda ser cizaña, sabiendo esperar nuestra propia conversión y la conversión de los otros.
La Iglesia es santa, porque está unida a Cristo y es santificada por Él, aunque en sus miembros – en nosotros que aún peregrinamos por este mundo - esta santidad esté todavía por alcanzar. No podemos, pues, extrañarnos de que la Iglesia abrace en su seno a los pecadores: “En todos, la cizaña del pecado todavía se encuentra mezclada con la buena semilla del Evangelio hasta el fin de los tiempos” (Catecismo 827).
La presencia del mal en el mundo y en el interior de la Iglesia no ha de llevarnos a dudar de la eficacia del Evangelio, sino a esperar y a confiar en el poder de Dios. No todo tenemos que hacerlo nosotros con nuestras solas fuerzas. Nosotros debemos hacer lo que podamos sabiendo que todo, al final, está en manos de Dios; que a Él, en última instancia, le corresponde establecer la justicia.
San Pablo en la Carta a los Romanos dice que “los sufrimientos de ahora no se pueden comparar con la gloria que un día se nos manifestará” (Rom 8,18). Debemos permanecer unidos a Cristo y ejercitar, como Él, la paciencia (cf Rom 3,25-26). San Gregorio Magno enseña que la virtud de la paciencia “es la raíz y defensa de todas las virtudes”: “La paciencia consiste en tolerar los males ajenos con ánimo tranquilo, y en no tener ningún resentimiento con el que nos los causa”.
Que Dios, rico en misericordia, nos dé su gracia para que en nuestras vidas la semilla del Evangelio fructifique de modo abundante y que nos otorgue también los dones de la paciencia y de la esperanza".
Guillermo Juan Morado.
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