Estamos cerrando el curso como cada año. Nosotros tenemos una cita ineludible que culmina en ese rincón tan especial como es Covadonga. Allí comenzó una historia cristiana que ha ido surcando los siglos, y que ha llegado hasta nosotros. No hay tramo de esa larga andadura que no tenga como referencia la mirada que se entrecruza en esa hendidura en la roca que llamamos la Santa Cueva. Una oquedad que abre su dureza pétrea para cobijar nuestras preguntas dándonos respuestas que no engañan, enjugar nuestras lágrimas de una madre que hace con ellas su propio llanto y festejar nuestras sonrisas con la alegría que no embarga. Por este motivo Covadonga es siempre el lugar de todo recomienzo, de cualquier momento de descanso, a cuya sombra este pueblo sabe elevar su más sincero agradecimiento y asomarse a sus mejores ensueños con certeza.
Nos hemos vuelto a reunir un grupo nutrido de cristianos de Asturias: el arzobispo y su consejo episcopal que somos quienes llevamos a diario la animación y el gobierno general de nuestra Diócesis; los arciprestes que están al frente de las zonas pastorales coordinando las comunidades parroquiales en esos trece ámbitos de nuestra geografía diocesana que sabe de kilómetros de costa marinera, de altas cumbres en nuestros valles profundos, de villas y ciudades con todos sus registros humanos y creyentes; también los delegados episcopales de las distintas áreas pastorales con las que acompañamos a nuestra gente: desde la liturgia con la que alabamos a Dios y celebramos sus sacramentos, hasta la catequesis con la que a distinta edad formamos a nuestros hermanos para que den razón de su fe y su esperanza, y la caridad que se hace gesto de paz y de justicia saliendo al encuentro de los más necesitados. Pero también están las tres vocaciones cristianas que constituyen el pueblo santo de Dios: los pastores con su ministerio, los consagrados con sus carismas y los laicos con su compromiso intramundano en la familia, el trabajo y la política. Tres rostros de una presencia amplia y multiforme con la que los cristianos aportamos nuestra cosmovisión para ayudar a construir la ciudad común y plural.
Hemos revisado nuestro itinerario de un año, en el que nos habíamos marcado objetivos concretos. Siempre sucede que algunos de ellos se cumplen satisfactoriamente, otros siguen su curso inacabado y también existen otros que apenas hemos podido comenzarlos. Así está hecha la vida en su realismo más cotidiano: llegar a la meta, seguir caminando o reconocer que apenas hemos avanzado. Y de ahí, poder vislumbrar lo que por delante se nos abre como reto cercano, ante los desafíos pendientes o los que nos van apareciendo lentamente como reclamo.
Nos ha ayudado la reflexión en torno al verbo levantarse que cruza el mensaje de Jesús en el Evangelio: María se levantó y fue a prisa a la montaña para encontrar a Isabel su prima. También fue invitado a levantarse el paralítico de Betesda junto a la piscina probática de Siloé. O lo que les dijo Jesús a sus discípulos más íntimos, Pedro, Santiago y Juan: levantaos, les dijo tanto en la gloria luminosa del monte Tabor como en la noche oscurecida del huerto de Getsemaní. Levantarse es una actitud hondamente cristiana que sacude la resignación que nos derrota y nos postra en el pesimismo de una inercia torpe y cansina que nos abate en la inanidad más destructora.
Levantarse es también salir al encuentro sin el rictus de una batalla perdida en nuestra mirada y en nuestros pasos: salir para hallar la verdad que nos hace libres, la bondad que purifica nuestras maldades, y la belleza que nos reviste de la hermosura no maquillada. De este encuentro somos testigos, porque es siempre la resulta de haber hallado a Jesús que transforma nuestra vida de modo incesante para enviarnos luego a los hermanos. Así encaramos nuestro nuevo curso tras el descanso estival. En Covadonga, siempre recomenzamos.
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