lunes, 12 de diciembre de 2022
Misa para dos. Por Jorge González Guadalix
(De profesión cura) La señora Juana, de La Serna, es especial. Cuando llegué a estos pueblos le pregunté por la asistencia a misa:
- Pues mire usted, dos o tres no le han de faltar.
- No, si digo los domingos.
- Pues eso, que los domingos dos o tres no le han de faltar.
Algunos domingos no llegamos.
Ayer amaneció nevando y con mucho frío, como se pueden imaginar. Mi costumbre es abrir la iglesia con mucho tiempo, así puedo preparar las cosas con tranquilidad y rezar un poco. Tres o cuatro minutos antes de la hora, ahí que te viene Juana, con sus ochenta y ocho recién cumplidos, bien abrigada, ayudada por su bastón y una sonrisa que ilumina el día.
- Pero mujer… con el día que está…
- Ya lo ve…
- Lo mismo estamos solos…
- Ellos se lo pierden.
Efectivamente, solos. Solos para los pobres ojos incapaces de ver más allá de una anciana y un cura tampoco joven, pero los ojos del alma y del corazón sí pudieron ver las legiones de ángeles que cantaban con nosotros, los santos asomados al templo, el calvario, María la madre de Dios y todos los habitantes de La Serna que, tal vez sin ser conscientes de ellos, estaban recibiendo los frutos de la celebración.
Juana y un servidor celebramos nuestras misas con mucha devoción. Y digo “nuestras” porque no es la primera vez que nos encontramos solos en la eucaristía. Nos tenían que haber visto ayer: cantamos, encendimos la tercera vela de la corona de adviento, y nos vinimos arriba justo porque cuando parece que lo exterior no acompaña es el momento de levantar los corazones, alzar las voces a lo alto y celebrar con más unción y mayor solemnidad que en la más grande de las catedrales.
Durante la visita pastoral D. José Cobo se preguntaba: ¿y el día que no te venga ni Juana? Le dije: mientras este cura esté aquí habrá misa en La Serna y no solo los domingos. Si viene alguien, bien, y si no viene nadie, más motivos para celebrar y pedir que vuelvan.
domingo, 27 de noviembre de 2022
viernes, 18 de noviembre de 2022
Sucedió hace cuarenta años, sí. Por Monseñor Fray Jesús Sanz Montes OFM
Han pasado ya cuarenta años. En estos días se cumplen. No quiero que pasen inadvertidos, aunque hayan sido pocos los que meritoriamente lo recuerden. No deseo estar entre los olvidadizos. Veníamos de varios zarandeos sociales, políticos, económicos y también eclesiales. La incertidumbre pendía en el aire y por momentos se tornaba en losa amenazante ante tantas incógnitas. La historia más reciente de España, algunos quieren reescribirla ignorando la generosa actitud de todo un pueblo para superar heridas, la labor callada y eficaz de la Iglesia en esa convivencia viable sin bandos ni bandas. Sí, ignorando tantos protagonistas, inventando extraños héroes o favoreciendo a infames sin arrepentir. Hace cuarenta años andábamos con una zozobra real y una esperanza humilde.
En ese contexto, sucedió el evento que traigo a nuestra remembranza más agradecida. Tenía que haber sucedido nada menos que un año y medio antes, pero no pudo ser a causa de un atentado terrorista perpetrado por Mehmet Ali Agca en plena Plaza de San Pedro. Era el 13 de mayo de 1981, fiesta de la Virgen de Fátima. Pero al año siguiente, Juan Pablo II viajó a España. Este es el evento del que se cumplen ahora los cuarenta años. Y estas fueron sus primeras palabras:
«Vengo a encontrarme con una comunidad cristiana que se remonta a la época apostólica. En una tierra objeto de los desvelos evangelizadores de San Pablo; que está bajo el patrocinio de Santiago el Mayor, cuyo recuerdo perdura en el Pilar de Zaragoza y en Santiago de Compostela; que fue conquistada para la fe por el afán misionero de los siete varones apostólicos; que propició la conversión a la fe de los pueblos visigodos en Toledo; que fue la gran meta de peregrinaciones europeas a Santiago; que vivió la empresa de la reconquista; que descubrió y evangelizó América; que iluminó la ciencia desde Alcalá y Salamanca, y la teología en Trento. Vengo atraído por una historia admirable de fidelidad a la Iglesia y de servicio a la misma, escrita en empresas apostólicas y en tantas grandes figuras que renovaron esa Iglesia, fortalecieron su fe, la defendieron en momentos difíciles y le dieron nuevos hijos en enteros continentes. En efecto, gracias sobre todo a esa simpar actividad evangelizadora, la porción más numerosa de la Iglesia de Cristo habla hoy y reza a Dios en español… Gracias, España; gracias, Iglesia en España, por tu fidelidad al Evangelio y a la Esposa de Cristo».
Palabras, pronunciadas al pisar el suelo español como una ráfaga de aire fresco, una confirmación del legado que teníamos y una llamada a la responsabilidad católica para seguir escribiendo las líneas que nos corresponden dentro de una historia a la que los cristianos también pertenecemos. No en vano añadía: «En ese contexto histórico-social, es necesario que los católicos españoles sepáis recobrar el vigor pleno del espíritu, la valentía de una fe vivida, la lucidez evangélica iluminada por el amor profundo al hombre hermano. Para sacar de ahí fuerza renovada que os haga siempre infatigables creadores de diálogo y promotores de justicia, alentadores de cultura y elevación humana y moral del pueblo. En un clima de respetuosa convivencia con las otras legítimas opciones, mientras exigís el justo respeto de las vuestras».
Y terminaría su periplo con aquellas emocionantes palabras que siguen sosteniendo nuestra gratitud y alentando nuestra esperanza en estos momentos: «Los brazos abiertos del Papa quieren seguir siendo una llamada a la esperanza, una invitación a mirar hacia lo alto, una imploración de paz y fraterna convivencia entre vosotros. Son los brazos de quien os bendice e invoca sobre vosotros la protección divina, y en un saludo hecho de afecto os dice: ¡Hasta siempre, España! ¡Hasta siempre, tierra de María!».
Emocionante. Desde la ventana del cielo, él nos sigue bendiciendo y alentando, pues su paternidad nos dejó ese inmarcesible relevo de seguir construyendo lo que Jesús quiso confiar a nuestras pequeñas manos para gloria de Dios y bendición de los hermanos.
Hoja Informativa 2022
PARROQUIA:
Se mantiene el SALDO DEUDOR al Arzobispado de Oviedo por obras de etapas anteriores:
-42.148,95€.-
Esto seguirá condicionando en el futuro cualquier posible ayuda o aportación del Arzobispado ante cualquier obra o necesidad que se pudiera producir.
SALDO A LA FECHA -cuenta Parroquial- (Donativos, Colectas ordinarias y “Servicios”): 1.225,82€
*Estamos a la espera de que el pintor que tiene carga de trabajo pueda empezar a pintar la iglesia en su exterior*
CEMENTERIO PARROQUIAL:
CUENTA CEMENTERIO: BANCO SANTANDER (antes “POPULAR”).- Aunque ha cambiado el Banco, sigue siendo la misma oficina (Lugones) y cuenta: ES37 0075 0882 17 0600242226
LA CUOTA DE MANTENIMIENTO SE HA ACTUALIZADO EN EL AÑOS 2022 EN 8€/NICHO/AÑO
LA ÚLTIMA ACTUALIZACIÓN FUE EN EL AÑO 2005.-
*Atención también al hacer los ingresos; algunos pagos se han efectuado por error en la cuenta del cementerio de Lugones, y aunque se ha resuelto, NO ES LO MISMO. Verificar la cuenta al pagar y hacerlo correctamente reseñando igualmente titular real y nichos para su correcta identificación.
Todos los ingresos correspondientes a las cuotas de mantenimiento se realizarán en la cuenta reseñada, y a ser posible, en los meses de Octubre y Noviembre de cada año para poder hacer así cálculos presupuestarios conforme a las necesidades que se vayan presentando en función de la disponibilidad y liquidez. Quien no pueda hacerlo en esas fechas, puede igualmente hacerlo en otras, pero dentro del año en curso.
Se va consolidando el sistema de control de pagos coordinadamente con la Funeraria Concesionaria de los Servicios en el Cementerio, la cual condicionará los propios servicios a estar al corriente de pago, así como al cumplimiento de la legalidad civil y canónica.
Se constata, igualmente, que posiblemente por olvidos o despistes motivo de la Pandemia y sus consecuencias, han disminuido sensiblemente los ingresos por “cuotas y servicios”, por lo que apelamos en lo primero a la responsabilidad para ponerse al día en favor de la adecuada conservación de nuestro Camposanto y debida atención de nuestros difuntos.
RECORDAMOS que el impago de la cuota puede dar lugar a la revocación del título del “Derecho de Uso” (quien abandona la obligación que conlleva un derecho, abandona también el propio derecho) y, en todo caso, no se atenderá ningún “servicio”, ni por la Funeraria San Pablo -antes San Mateo- (encargada del Cementerio) ni por la Parroquia que no esté al corriente de pago. Igualmente, TODAS LAS OBRAS que se realicen en los nichos o en su entorno han de contar con el PERMISO ESCRITO DE LA PARROQUIA, titular y única administradora (por medio del Párroco) del Cementerio y sus nichos. La concesión de dicho permiso quedará siempre condicionada al cumplimiento del criterio estético que recoge la normativa eclesiástica vigente y que se reseña en el reverso de los Títulos del “Derecho de Uso”, así como ACREDITAR INDEFECTIBLEMENTE el propio derecho y la capacidad jurídica para poder intervenir y actuar sobre los nichos objeto de la obra.
*CONTINUAMOS ARREGLANDO PROBLEMAS DOCUMENTALES Y ADMINISTRATIVOS: Aquellos que hayan perdido el título, no se les haya expedido nunca o tengan alguna dificultad o duda para acreditar la titularidad de nichos o panteones, pueden acudir al Párroco, el cual dentro de las posibilidades y normativa vigente tratará de gestionar y resolver lo que en derecho proceda.
DESPACHO PARROQUIAL (En Lugones) de 18 a 19 de Martes a Viernes. Tf. 985 26 04 14; 659 31 33 53
-SALDO ANTERIOR (25/10/2020): 8.243,92€
-INGRESOS:
POR CUOTAS Y SERVICIOS A LA FECHA: 7.348,00€
-GASTOS:
*Intervenciones en zonas comunes 3.420,00€
*Mantenimiento, limpiezas y gastos generales 1.988,32€
*Retrocesiones compensadas de nichos y reparaciones en éstos para nueva disposición 5.150,00€.-
En función de lo anterior, TENEMOS ALGUNOS NICHOS A DISPOSICIÓN (1º feligreses; luego otros)
-SALDO A LA FECHA: 5.033,60€.
- FUNERARIA SAN PABLO Concesionaria de Servicios en el Cementerio (985 27 79 99) exigirá siempre para cualquier intervención en los nichos el Título o “Escritura” del “Derecho de Uso” y estar al corriente de pago de las cuotas, así como el PERMISO DE OBRAS si se pretende hacer arreglos o actuar sobre los nichos.
viernes, 11 de noviembre de 2022
"Lengüateres", descaradas, y algún rumiante...
Dice el dicho que en la mesa y en el juego se conoce al caballero...-¡y a la señora!-. Igualmente se podría decir que en la misa también. Nuestra sociedad vive un momento de gran pérdida de valores, y ello se percibe en lo que siempre se consideró elemental y básico. Es triste tener que decir esto, pero es así. En la Iglesia, en y sus parroquias mayores y renombradas, y en las más humildes y de aldea lo comprobamos en algo tan evidente como saber vestir o comportarse para estar en un lugar "sagrado". Nunca han hecho tanta falta como ahora los libros infantiles de "urbanidad", o los manuales de protocolo. Esas cosas que a algunos nos han inculcado desde pequeños: al llegar ante la puerta principal guardamos silencio, hacemos la señal de la cruz -a poder ser con agua bendita-; al llegar a la altura del banco donde nos vamos a sentar hacemos la genuflexión mirando al sagrario, y vamos vestidos dignamente para celebrar el domingo, un día de fiesta. Qué triste y lamentable ver en los funerales a personas acudir en chándal y playeros al sepelio de su ser querido, o sentados con la pierna cruzada en el banco mascando ("rumiando") chicle. Se pierden las formas elementales y el respeto por los demás. Y si lo que se ve es así, cómo será lo que no sé ve...
El primer tesoro que hemos perdido es el silencio en el templo; nos lo robamos unos a otros y nos lo quitamos a nosotros mismos cuando hablamos, pero lo peor es que también se lo quitamos a los demás, los cuales pueden estar en otra dimensión y rezando en un lugar que es exclusivamente para ello como es la iglesia. A veces no sólo son las palabras, son también los ruidos: al toser inoportunamente pudiendo evitarlo, al sacar el caramelo para esa tos en una especie de revolución solidaria que olvida lo que estamos haciendo, la cartera para la colecta, el bastón, los tropiezos en los bancos y caídas de reclinatorios (que son sólo para arrodillarse y no para descansar los pies)... Necesitamos convencernos que el bien hace poco ruido, y el ruido hace poco bien. En nuestra Parroquia gracias a Dios y salvo contadas y conocidas excepciones, se cuida el silencio en el templo, a no ser ya en la salida, tal vez considerando que como ha terminado la misa ya no hay que guardar silencio; como si Cristo ya no estuviera en el sagrario o como si nadie quisiera seguir orando un rato más para dar las gracias al Señor -¡que los hay y quedan!- rompiéndoles su clima de oración, faltando al respeto a Señor y a ellos. El mundo ha dado la vuelta en la educación elemental, y en estos momentos si alguien reprocha esa actitud se convierte automáticamente en el rel raro y protestón. Tal vez llegará el momento que W.Churchill anunciaba: llegará un día en que hará falta utilizar la espada para defender que la hierba es verde; quizá no estamos lejos. Al hilo de ésto, merece la pena contar una anécdota real que pasó en una misa: cuando la sacristana al pasar la cesta llamó la atención a dos "tertulianas y comentaristas", no sin cierto humor les dijo en voz baja: "callar la boca lenguateres"... Una persona con un poco de sentido hubiera pensado: ¡tiene razón! vamos a centrarnos en la celebración y dejar la cháchara... ¡Pues no!; al terminar la misa fueron a pedirle explicaciones y a decirle que fuera la última vez que les decía nada, como si éstas tuvieran un derecho superior sobre los demás para entorpecer la celebración. Yo me pregunto: ¿Harían lo mismo y contestarían de igual modo en una Ópera en el Campoamor, o en el cine, o en un concierto...?
Luego está el modelo de "feligrés/a" más llamativo y descarado: aquellos/as que no les gusta pasar desapercibidos, sino que sienten la imperiosa necesidad de llamar siempre la atención. Esto se aprecia, por ejemplo, en el momento que la liturgia pide levantarse; se supone que toda la comunidad se levanta y se sienta siempre por igual siguiendo la liturgia celebrativa -a no ser las personas impedidas por salud o discapacidad-. Este es un gesto hermoso que todos a pesar de ser diferentes en edad, sexo, ideas, nacionalidad o gustos nos unimos: hacemos exactamente lo mismo para expresar externamente esa unidad. Pues también hay personas que se distinguen rompiendo la unidad al capricho único de su ego y bemoles; tienen que llamar la atención como sea, aunque sea -y es- para mal. Toda la asamblea se pone en pie con el canto de entrada, pues hasta "el señor esté con vosotros", nada; que toda la Iglesia se levanta con el canto de aclamación al evangelio, pues tampoco hasta que el sacerdote no empieza a proclamar el evangelio; que todo el mundo se levanta cuando el sacerdote dice: "orad hermanos", pues alguna sólo levanta el final de la espalda cuando el Presidente dice: "levantemos el corazón"... Será que hay que hacer ver la ropa de estreno, el peinado "fashion" de la peluquería o el tipo que tengo; la cuestión es hacerse notar... Es como cuando por la radio avisan que por tal carretera va un coche en sentido contrario, y el conductor "camicace" orgulloso comenta arrogante y prepotente: "uno no; ¡van todos!". El orgulloso siempre piensa que los equivocados son los demás, y la Iglesia es un lugar para la humildad, no para el orgullo...
Y, finalmente, el momento más doloroso que no pocas veces encoge el corazón es el de la comunión: personas que se ponen en la fila de la como si fueran "el pincho" del mediodía, mascando chicle o terminando el caramelo; o el que se van masticando la Sagrada Comunión junto al chicle de forma "rumiante"... Es urgente e imprescindible insistir en lo importante y trascendente de ese momento, que exige la preparación previa adecuada y que prácticamente hemos olvidado: el ayuno eucarístico que impele a no haber ingerido alimento al menos la hora previa a comulgar, estar en gracia habiéndose confesado como mínimo una vez individualmente los últimos doce meses y haber escuchado la misa entera, pues hay personas que llegan a media misa y sin pudor, sin conocimiento o las dos cosas, se ponen en la fila para recibir así, digamos atropelladamente, al Señor. A veces da la impresión de que hay personas que comulgan sin creer en la presencia real de Jesucristo en la Sagrada Forma, pues van hablando o saludando a unos y a otros en la fila para comulgar y vuelven de la misma manera, después llegan a su sitio comentando con la de al lado cómo va vestida fulana o dónde estaba mengana... Las monjas de colegio tenía un remedio muy efectivo para la tentación de hablar en misa, y era no dejar a las amigas sentarse juntas, de esta manera sentados al lado de personas con las que no hay mayor trato o confianza se evitan distracciones y se aumenta la atención para una celebración más provechosa para el alma. Esperemos que ante el Señor cuando nos llame no seamos ni "lenguateros/as", "descarados/as" ni mucho menos "rumiantes" -tal vez nos lo recuerde con bochorno- y podamos acercarnos a Él humildemente, como Dios manda.
miércoles, 2 de noviembre de 2022
¿Qué dice la Iglesia sobre los entierros, la incineración y las cenizas?, ¿se pueden esparcir o tener en casa?
(Diócesis de Ávila/InfoCatólica) Estos primeros días de noviembre, y en general todo el mes, es una práctica católica acordarnos especialmente por nuestros fieles difuntos.
La diócesis de Ávila ha publicado en su página web un recordatorio sobre lo que enseña la Iglesia respecto a la sepultura, la incineración y la conservación de las cenizas.
Parte por un lado del magisterio de la Iglesia, mencionando la Instrucción Pastoral sobre la sepultura de los difuntos y la conservación de las cenizas en caso de cremación, que publicó la Santa Sede en 2016. Una publicación que tuvo cierta controversia al hacerse interpretaciones parciales y poco explicativas. Pero que, sin embargo, venía a exponer lo que ya estaba expresado desde hace tiempo en el propio Código de Derecho Canónico:
1.- La Iglesia recomienda insistentemente que los cuerpos de los difuntos sean sepultados en los cementerios u otros lugares sagrados. La inhumación es la forma más adecuada para expresar la fe y la esperanza en la resurrección corporal.
2.- No obstante, la Iglesia no ve razones doctrinales para evitar la cremación, ya que esta práctica no toca el alma y no impide la resurrección de la carne; por tanto, no contiene la negación objetiva de la doctrina cristiana sobre la inmortalidad del alma y la resurrección del cuerpo. Eso sí, la Iglesia sigue prefiriendo la sepultura de los cuerpos, porque con ella se demuestra un mayor aprecio por los difuntos; sin embargo, la cremación no está prohibida, «a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana».
3.- Si por razones legítimas se opta por la cremación del cadáver, las cenizas del difunto (por regla general) deben mantenerse en un lugar sagrado: cementerios, iglesias o en un área especialmente dedicada a tal fin por la autoridad eclesiástica competente. De esta manera, se ayudará a reducir el riesgo de sustraer a los difuntos de la oración y el recuerdo de los familiares y de la comunidad cristiana. Así, además, se evita la posibilidad de olvido, falta de respeto, así como prácticas inconvenientes o supersticiosas.
4.-Por todo ello, si se opta por la incineración del difunto, no está permitida la conservación de las cenizas en el hogar. Asimismo, y con el objetivo de evitar cualquier malentendido panteísta, naturalista o nihilista, no está permitida la dispersión de las cenizas en el aire, en la tierra o en el agua o en cualquier otra forma; tampoco la conversión de las cenizas en recuerdos conmemorativos, en piezas de joyería o en otros artículos.
5.- Si alguien opta por la cremación porque cree así renegar de la fe en la resurrección, la Iglesia no puede celebrar sus exequias (funeral católico y misas), como es lógico y esta previsto en el código.
Además la diócesis de Ávila se remite al Directorio Pastoral sobre las Exequias Cristianas publicado desde 2011 que incide y explicita más algunos aspectos prácticos sobre la práctica acerca de la incineración y la conservación de las cenizas atañe a una costumbre católica que se viene realizando desde hace siglos, ya recogida en el Código de Derecho Canónico, que tiene como base la esperanza cristiana en la resurrección y la vida eterna.
Por eso, como recuerda la diócesis, «no estamos ante una novedad en sí misma, ni se puede afirmar con rotundidad que la Iglesia 'prohíbe desde hoy esparcir las cenizas'». Esas disposiciones son de siempre, no de ahora
¿Qué conmemoramos el 2 de noviembre?
El día 2 de noviembre rezamos por todos los fieles difuntos.
Rezar por los difuntos es tan antiguo como la misma Iglesia. En la edad media se generalizaron las misas ofrecidas como «sufragio» por los difuntos, pero fue en el siglo X cuando un monje benedictino, san Odilón, en Francia, comenzó a celebrar la misa en un día concreto –el dos de noviembre–, pidiendo por todos los difuntos.
A partir del s. XVI, esta fecha fue adoptada para toda la Iglesia de rito latino.
En torno al día de la conmemoración de todos los fieles difuntos vamos al cementerio, rezamos por ellos, adornamos con flores el lugar donde están sepultados, etc.
Así lo explica el director del secretariado de la Comisión Episcopal para la Liturgia, Ramón Navarro Gómez, en su escrito: «La conmemoración de todos los fieles difuntos».
Por Ramón Navarro Gómez,
director del secretariado de la Comisión Episcopal para la Liturgia.
«La comunión de la Iglesia peregrina en la tierra con los santos que están con Cristo en la gloria, la celebramos especialmente en la liturgia el 1 de noviembre».
Cada vez que celebramos la misa, en el momento de la plegaria eucarística, después de la consagración, la Iglesia, en su oración, manifiesta una realidad profunda: celebramos la eucaristía en comunión no solo con la Iglesia extendida por toda la tierra, sino también con la Iglesia triunfante del cielo –los santos, a los que pedimos que intercedan por nosotros– y con aquellos cristianos, hermanos nuestros que, habiendo dejado ya este mundo, puedan necesitar de purificación a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1030). Por ellos pedimos y ofrecemos en sufragio el don más grande que tenemos: la eucaristía.
Esta comunión de la Iglesia peregrina en la tierra con los santos que están con Cristo en la gloria, la celebramos especialmente en la liturgia el uno de noviembre, en la Solemnidad de Todos los Santos. Al celebrar en una sola festividad a todos los santos, recibimos el estímulo de su ejemplo, la dicha de su patrocinio y, un día, si Dios quiere, podremos recibir la corona del triunfo de la visión eterna de la divina Majestad (cf. Martirologio, 1 de noviembre).
«Cada día 2 de noviembre, la Iglesia celebra la conmemoración de todos los fieles difuntos».
Al día siguiente de la celebración de la Solemnidad de Todos los Santos, cada día dos de noviembre, la Iglesia celebra la conmemoración de todos los fieles difuntos.
Rezar por los difuntos es tan antiguo como la misma Iglesia. Incluso anterior. Ya en el Antiguo Testamento, conforme avanza la preparación para el misterio de Cristo, va aflorando la esperanza en la resurrección. Los libros de la Sabiduría o de los Macabeos muestran esa esperanza en la vida futura que nos lleva a rezar por lo que ya partieron de este mundo (cf. Sab 3,1; 2Mac 12, 42-45). En el nuevo testamento, junto al misterio central de nuestra fe, que es la muerte y resurrección del Señor, raíz de nuestra esperanza cristiana, resuenan con fuerza, por ejemplo, las exhortaciones de San Pablo en la primera carta a los tesalonicenses, animándoles ante la realidad triste de la muerte de algunos hermanos de aquella comunidad cristiana.
La esperanza cristiana animará siempre a la oración. Por eso, en el aniversario de la muerte de los mártires, la primitiva comunidad cristiana se reunía junto a sus tumbas no para hacer un banquete en su honor, como se hacía en la religión pagana, sino para celebrar la eucaristía.
Célebre es la petición de Santa Mónica, la madre de San Agustín. En el capítulo XI de las Confesiones se nos narra que a ella le daba igual dónde fuese sepultado su cuerpo, pero pide a sus hijos que «os acordéis de mí ante el altar del Señor donde quiera que os hallareis».
La edad media supuso la generalización de las misas ofrecidas como «sufragio» por los difuntos. En el fondo esto responde a un artículo de fe, el de la comunión de los santos. Nuestra oración, especialmente unida a la eucaristía, servirá para ayudar a que el difunto, purificado de toda mancha de pecado, pueda gozar de la felicidad eterna.
Fue en el siglo X cuando un monje benedictino, San Odilón, en Francia, comenzó a celebrar la misa en un día concreto –el dos de noviembre–, pidiendo por todos los difuntos. Como ocurría con la introducción de nuevas fiestas –pasó también, por ejemplo, con el Corpus– primero esta conmemoración fue celebrada localmente, en Francia, y, con el tiempo, fue adoptada para toda la Iglesia de rito latino, a partir del s. XVI. Este es el origen de la conmemoración de todos los fieles difuntos, donde, hasta el día de hoy, oramos «en favor de las almas de cuantos nos precedieron con el signo de la fe y duermen en la esperanza de la resurrección, y por todos los difuntos desde el principio del mundo, cuya fe solo Dios conoce» (cf. Martirologio, 2 de noviembre).
Esta conmemoración ha calado profundamente en el pueblo cristiano que, desde tiempo inmemorial, la ha traducido también en prácticas devocionales y en tradiciones que varían mucho de unos lugares a otros –pensemos, por citar un caso bien conocido, en el «día de muertos» en México–.
En España hay diversas costumbres asociadas a estos días. Sobre todo, destaca la más sencilla: en torno al día de la conmemoración de todos los fieles difuntos visitamos las tumbas de los que nos son más cercanos. Vamos al cementerio, rezamos por ellos, adornamos con flores el lugar donde están sepultados, etc. Vivimos así, en lo personal, a nivel de sentimiento y devoción, lo que celebramos con toda la Iglesia.
Bien es cierto que hay una pequeña –o gran– confusión. Como el día dos de noviembre, por lo general, es laborable, se suele visitar el cementerio el día anterior, coincidiendo con la solemnidad de Todos los Santos, que es festivo -y, además, «de precepto»–. Muchas veces, por comodidad, se celebra la misa en el camposanto en ese día, facilitando de esa manera la participación de los fieles. Lógicamente se celebra la misa de Todos los Santos, eso sí, pidiendo por los difuntos. Esto ha provocado que muchas veces asociemos la visita de los cementerios con la festividad de todos los Santos. Pero conviene que tengamos presente que son dos celebraciones distintas, que nos ayudan a estar en comunión con la Iglesia entera, que es una realidad mucho más grande que los fieles que peregrinamos todavía en este mundo camino de la casa del padre.
El don de la Indulgencia a los fieles difuntos
La Iglesia enriquece la visita al cementerio con el don de la Indulgencia. Visitar el cementerio entre el día 1 de 8 de noviembre lleva consigo la Indulgencia Plenaria, que significa que la pena merecida por la consecuencia del pecado se perdonan completamente.
lunes, 31 de octubre de 2022
¿Qué celebramos el 1 de noviembre?
(C.E.E.) El 1 de noviembre miramos hacia el cielo. Es el día en el que se homenajea a todos los santos, conocidos y desconocidos. A los que están en los altares y a tantos y tantos cristianos que después de una vida según el evangelio participan de la felicidad eterna del cielo. Son nuestros intercesores y nuestros modelos de vida cristiana.
«La santidad es el rostro más bello de la Iglesia» escribe el papa Francisco en «Gaudete et exultate», su exhortación apostólica sobre la llamada a la santidad en el mundo actual (marzo 2018).
El Papa nos recuerda que esta llamada va dirigida a cada uno de nosotros. El Señor se dirige también a ti: «Sed santos, porque yo soy santo» (Lv 11,45; cf. 1P 1,16).
''Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra.
Deja que la gracia de tu Bautismo fructifique en un camino de santidad. Deja que todo esté abierto a Dios y para ello opta por él, elige a Dios una y otra vez.
Para un cristiano no es posible pensar en la propia misión en la tierra sin concebirla como un camino de santidad, porque «esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4,3).
No tengas miedo de la santidad. No te quitará fuerzas, vida o alegría. Todo lo contrario, porque llegarás a ser lo que el Padre pensó cuando te creó y serás fiel a tu propio ser.
Pidamos que el Espíritu Santo infunda en nosotros un intenso anhelo de ser santos para la mayor gloria de Dios y alentémonos unos a otros en este intento. Así compartiremos una felicidad que el mundo no nos podrá quitar'' (Papa Francisco, Gaudete et exultate)
El 1 de noviembre recordamos a cada uno de los que dijeron sí a esta llamada.
El otoño y la memoria de antaño
Nos adentramos ya en la espesura del otoño. Los días se nos acortan y en el aire se percibe cada vez más ese inconfundible aroma de las brumas mañaneras persistentes, de la humedad en la atmósfera que nos abraza con su magia, y las temperaturas que nos hacen sacar de nuevo la ropa de mayor abrigo en esta esquina del calendario cada año.
El otoño tiene su encanto singular. No es el brote explosivo de la primavera vivaracha. Ni tampoco la cadencia agostadora cuando llega el verano con su estío. Aún no llama a la puerta de la agenda el rigor de un invierno con sus gélidas noches y mañanas. El otoño es sereno, discreto, a veces parece tímido y recatado, mientras nuestros senderos serranos, los caminos de parques y alamedas, se alfombran de hojas caídas que nos permiten pasear como quien pisa el misterio de tantas encrucijadas dispuestas a ser de nuevo reestrenadas al paso de nuestra prisa, de nuestro enojo, de nuestra calma y esperanza en el trasiego, año tras año, de una cifra más a nuestra vida.
Pero el otoño tiene una cita especial al comienzo de noviembre. Hay una fiesta cristiana de primer rango cuando recordamos a todos los santos que en el mundo han sido. No se trata de las fiestas de santos conocidos, esos que tienen su fecha y su cuidada romería en el festejo señalado en nuestras calendas populares y religiosas. Ahora se trata de festejar a “todos” los santos. Aparentemente anónimos y desconocidos, pero que Dios bien sabe por qué los ha canonizado con la discreción que le caracteriza sin ningún tipo de boato. En el altar del cielo, allí está ese inmenso retablo donde se encuentran los santos, todos ellos, cada uno en su calle, en su ventana, en la traza de su época y en el arropo de su ámbito de domicilio.
Es una fiesta de todos los santos en la que sin que nosotros sepamos cómo, nos encontramos que tenemos a gente sencilla, hombres y mujeres que son de nuestra familia, del círculo de nuestras amistades, compañeros de pupitre y de tantas andanzas, que acertaron a vivir cada cosa desde una conciencia verdaderamente cristiana. Sin alharacas ni troníos, como quien ha hecho sencillamente lo que tenía que hacer… desde el Evangelio, desde la tradición cristiana, desde la bondadosa convivencia llena de respeto y de verdad, acertando a dar en todo momento razón de su esperanza.
Ahí nos encontramos a abuelos y padres, a niños y ancianos, a curas y obispos, a monjas y frailes, personas que, en todas las profesiones laborales, en todas las condiciones sociales y económicas, en todos los lares y épocas, en todas las lenguas y culturas… han sido, ni más ni menos, que buenos cristianos. Con sus dudas y certezas, con sus aciertos y pecados, con sus sonrisas y sus llantos, con sus éxitos y fracasos. Pero que quisieron y supieron vivirlo todo desde Cristo, desde su condición cristiana vivida con sencillez, pero con arrojo y audacia, e incluso con heroísmo generoso cuando había que dar la batalla.
Hermosa fiesta de todos los santos. Y es un buen preámbulo para la conmemoración que, al día siguiente, el dos de noviembre, hacemos de los fieles difuntos. Nuestra santa costumbre de acudir a los cementerios para dejar unas flores, avivar los recuerdos de palabras y gestos de nuestros seres más queridos, y para elevar unas plegarias pidiendo para todos ellos el eterno descanso. Santos y difuntos: todos aquellos que nos han precedido en la vida y en la fe que, en este rincón sereno de un otoño adentrado, se nos presentan reclamando en nosotros la gratitud por cuanto en ellos Dios nos ha dado, y la responsabilidad ante la herencia de humanidad creyente que en nuestros santos y difuntos se nos ha regalado. Nada que ver con esas parafernalias prestadas y ajenas, pretenden diluir con sus calabazas al amparo de una efímera vela, la belleza del recuerdo de nuestros santos y seres queridos difuntos que nos esperan en el cielo. El antaño se hace hogaño en nuestra gratitud y nuestras plegarias.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
jueves, 6 de octubre de 2022
Octubre: que no pase un día sin rezar el santo Rosario. Por Monseñor Demetrio Fernández
Desde el primer día hacemos este claro propósito: que no pase un día en este mes de octubre sin rezar el santo Rosario. El día 7 es la Virgen del Rosario, y todo el mes está dedicado a María en el rezo del Rosario. Rezarlo a solas, en pareja, en grupo, en familia, como sea. Pero rezarlo todo el mes de octubre (y luego seguir).
El Rosario es una oración muy sencilla, que se centra en Jesucristo y sus misterios, que va contemplándolos desde el corazón de María, desgranando diez avemarías por cada misterio que se contempla y concluyendo con el gloria a Dios. Tiene un carácter contemplativo, repetitivo, que da paz al alma. Es como la oración de Jesús en Oriente, repetida miles de veces. El Rosario en Occidente es la repetición sin término del avemaría para entrar con ella en cada misterio de Cristo que se contempla.
Cuántas personas y cuántas veces uno no sabe cómo orar, qué meditar, como dirigirse a Dios, de quien siente una fuerte necesidad. Mi experiencia y la de la de tantas personas es que el rezo del Rosario alimenta esos momentos y nos trae de manera sencilla al corazón pensamientos y sentimientos religiosos que compartimos con María nuestra Madre. Es como si ella, madre buena, nos fuera enseñando a rezar, como hace una madre con su hijo pequeño para enseñarle a hablar.
Fue santo Domingo de Guzmán (1170-1221), fundador de la Orden dominica, el que difundió esta práctica devocional, que tiene tanto contenido catequético. Y una vez popularizado, el Rosario ya es difundido en todos los actos de devoción popular. Cuando la Virgen se ha aparecido en Lourdes, en Fátima, en Medjugore, etc. invita siempre a rezar el Rosario, que nos acerca a Jesús. Los videntes de estas apariciones aprenden a rezar el Rosario y ya no lo dejan, es como el instrumento que alimenta y expresa su fe sencilla. El Rosario es la oración de los pobres y sencillos. Es una oración de muchedumbres y de soledad, es una oración asequible a todos, es una oración sencilla, y entona el alma cada vez que se reza. Sirve para mantener el corazón atento al Señor, sirve para una oración comunitaria, para la meditación, para la oración contemplativa.
Los misterios de gozo nos ponen ante la alegría de la Navidad y su entorno, porque la venida del Señor en la carne ha traído la alegría al mundo entero. Los misterios luminosos recorren la vida pública de Jesús desde el bautismo a la institución de la Eucaristía. Los misterios dolorosos nos recuerdan el drama de la pasión y de la Cruz. Los misterios gloriosos nos presentan la gloria de la resurrección y su fruto en María.
Hay iniciativas diversas en torno al Rosario. Cadenas de oración, grupos de rosario, retransmisión del rezo del Rosario, vigilias de oración. Cuando visité hace poco la comunidad Cenáculo para recuperación de adictos, constaté que era el Rosario el motor de aquella comunidad, y cuando uno de los visitantes preguntó cuál era el método terapéutico que empleaban, uno joven residente respondió espontáneamente: -A base de Rosarios ! Ellos se levantan a medianoche para rezar el Rosario, y especialmente los sábados para pedir por los que emplean mal su tiempo de diversión. Por este cauce y el calor del amor cristiano de esa comunidad se han recuperado docenas de vidas rotas y perdidas.
Conozco a muchos jóvenes, que se inician pronto en el rezo del Rosario, y les sirve de sustento y alimento para su vida cristiana. Conozco a muchas personas mayores, cuyo consuelo más hondo es el rezo del Rosario, incluso varias veces al día. Siento una compañía tan grande al rezarlo, me decía una persona mayor al visitarla en su casa. Mes de octubre, mes del Rosario. Intensifiquemos esta práctica para pedir por tantas necesidades, por la Iglesia, por las vocaciones, por la paz del mundo, etc.
Creer con el corazón. Por Guillermo Juan Morado
(La puerta de Damasco) San Pablo dice que “con el corazón se cree” (Rom 10,10); un texto del que se hace eco Benedicto XVI en su magnífica carta apostólica “Porta fidei": “El corazón indica que el primer acto con el que se llega a la fe es don de Dios y acción de la gracia que actúa y transforma a la persona hasta en lo más íntimo".
A la hora de meditar sobre la motivación humana de la fe, es preciso apuntar a la voluntad, al corazón. Creer es “un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina bajo el imperio de la voluntad movida por la gracia de Dios”, escribe santo Tomás. La causa inmediata de la fe está “en la voluntad, en las razones del corazón, y más concretamente, en el deseo de corresponder al amor de Dios y de alcanzar los bienes que nos promete” (Fernando Sebastián).
La gracia de Dios arraiga en el deseo natural de vivir en la verdad y lo lleva más allá de nosotros mismos, hasta concretarlo en el deseo de reconocer a Dios como Dios y de alcanzar sus promesas de salvación y de vida eterna. Destacar la importancia de los deseos y de los elementos afectivos en la fe, justamente subrayada por M. Blondel, no supone ceder a las pretensiones del inmanentismo modernista, sino que equivale a resaltar el papel de la simpatía en todo el proceso de creer.
La causa determinante de la fe es el amor. Desde el punto de vista objetivo, el amor de Dios, reconocido en la muerte y en la resurrección de Jesús, es la motivación decisiva para nuestra fe. Desde la perspectiva subjetiva, el amor de Dios hace crecer en nosotros, por obra del Espíritu Santo, el amor filial que nos hace confiar en Él y comprender que en esa confianza alcanzamos la seguridad y la garantía de nuestra vida.
La decisión de creer, movida por el amor, es perfectamente razonable. En palabras de san Agustín: “El amor es el que pide, y busca, y llama, y descubre, y el que, finalmente, permanece en los secretos revelados”. La fe es el acto más radical del ejercicio de nuestra libertad, pero eso no quiere decir que sea irracional e irresponsable. Contamos con muchos indicios, con muchos signos “convergentes”, como decía el cardenal Newman, que justifican la decisión de creer.
La razón juega, en todo el proceso de la fe, un papel muy importante. Nos convence de la existencia y de la providencia de Dios, nos hace pensar en una realidad humana más allá de lo material, nos permite confrontarnos con la historia de Jesús – con la noticia de sus palabras, de sus milagros, del testimonio de su muerte y resurrección -, y con el mismo Jesús, entendido como el “gran signo” de la providencia salvadora de Dios en nuestro favor. Y, más aún, con el testimonio de los mártires y de los santos, con las señales de la potencia humanizadora de la fe.
Todos estos indicios convergentes nos invitan a creer, “hacen que la decisión de creer sea más razonable que la contraria” (F. Sebastián). Cuando la llamada a la fe se hace tan clara y persistente que se percibe como obligatoria, los signos de credibilidad se convierten en signos de “credendidad”, al igual que sucede en las decisiones importantes de la vida. Son también los afectos, y no solo los hechos o los argumentos, los que nos inclinan a creer: “Creemos porque amamos, y amamos porque vemos en Cristo la consumación de nuestros deseos más profundos”, afirma también el cardenal Sebastián Aguilar.
domingo, 18 de septiembre de 2022
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