domingo, 15 de agosto de 2021

“ Se alegra mi espíritu en Dios ”. Por Fray Antonio Osuna Fernández-Largo O.P.

(Dominicos) Estamos ante una de las fiestas más populares en el pueblo cristiano. Por ello conviene matizar bien el significado que para el pueblo cristiano tiene la fiesta y no recargarla con desacertadas imágenes y significados que ahogan su espiritualidad. Lo que se celebra es la muerte y resurrección de la Santísima Virgen María, es decir, los misterios del final de su vida y su resurrección por la gracia de Dios que la asocia como compañera inseparable de su Hijo eterno en la vida eterna.

Debe prescindirse, en primer lugar, de toda imaginación simplificadora de ángeles que bajan y trasladan el cuerpo mortal de la Virgen al otro mundo sin pasar por el trance doloroso y denigrante de la muerte, como pasamos todos los mortales. Hacer así es lo mismo que negar la redención de Cristo y el motivo por el que él se encarnó. Hemos sido redimidos por la muerte de Cristo. Así, con todo el realismo. Una muerte ignominiosa y humillante, un derramar hasta la última gota de sangre que nos da la vida mortal y un ofrecer esa muerte en precio de nuestra salvación. A veces, parece que pasamos como de puntillas por esa muerte y solo interesa que ha resucitado, incluso en algunas celebraciones pascuales; no así la imaginería cristiana que reservó siempre tallas admirables para rememorar a Jesús muerto.

El realismo de la muerte es impronta necesaria de nuestra redención -hemos sido redimidos por una muerte humillante- y no podemos subrepticiamente callarla o disimularla. Y también la vida de la Virgen santificada por esa redención tuvo que pasar por la muerte, con su sentido auténtico y universal de dejar para siempre la vida mortal, el cuerpo caduco con el que nacemos y olvidarse para siempre de las condiciones mortales que señalan nuestra vida: la convivencia con otros seres y las relaciones de amistad establecidas y los proyectos terrenos llevados a cabo. La muerte se ceba en todos nosotros arrancándonos jirones de la vida de amistad, convivencia y tareas terrenas. “Todos nosotros nos transformaremos… y lo mortal tiene que revestirse de inmortalidad” (I Cor 15,54) nos amonesta San Pablo.

Y en segundo lugar, pero ya fuera del tiempo, resucitar por obra de Dios para la vida nueva e inmortal. Así fue la muerte y resurrección de Cristo y es a la que configura la muerte y resurrección de su madre santísima. Lo contrario sería ocultar el sentido de la muerte de Cristo.

Se trata de recordar el misterio pascual de Cristo y afirmar cómo se vivió de una manera singular y excelente en su santísima Madre. Después de la Pascua del Señor celebramos la pascua de su santísima madre. Y, eso sí, lo hacemos llenos de esperanza en que también nosotros alcanzaremos nuestra pascua personal. En la fiesta de hoy anhelamos nuestra pascua por la gracia de Dios. Lo que para nosotros es espera, para la Virgen es realidad gozosa por estar asociada a la muerte y resurrección de su Hijo.

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