InfoVaticana en Roma entrevista a Monseñor Nicola Bux, quien fuera consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe, colaborador de Juan Pablo II y Benedicto XVI y autor de numerosos libros de carácter litúrgico y teológico, entre los que destacamos “Con los sacramentos no se juega”.
Monseñor Nicola Bux lamenta que “el ateísmo ha penetrado en la Iglesia”, denuncia la banalización de los sacramentos como consecuencia de una crisis de Fe y explica, entre otras cosas, por qué debemos recibir la Sagrada Forma en la boca y no en las manos.
En una de sus homilías, Benedicto XVI señaló que “la acción litúrgica sólo puede expresar todo su significado y valor si va precedida, acompañada y seguida de una actitud interior de fe y adoración”. Usted en varias ocasiones ha asegurado que estamos viviendo una crisis de Fe, ¿cuál diría que es la principal causa de esta crisis?
La adoración expresa la fe en la presencia del Señor, ante nosotros, en la liturgia, que por eso se llama “sagrada”. La fe es el reconocimiento de que el Señor Jesucristo está presente, vivo y activo en su Iglesia, como se afirma en la Constitución Litúrgica del Vaticano II, n. 7. Sin fe y adoración, la liturgia no da gloria a Dios, y no tiene eficacia salvífica para las almas.
Esta crisis es la consecuencia de olvidar y de excluir a Dios de nuestras vidas. Como Benedicto XVI y otros pastores han observado, la razón es que el ateísmo ha penetrado en la Iglesia. La crisis antropológica sigue: el hombre no cree en la resurrección del Señor y, por lo tanto, tampoco en la suya propia, que comienza con la superación de la muerte, el paso de la muerte a la vida, del pecado a la Gracia.
Una de sus últimas obras es “Con los sacramentos no se juega”. ¿Qué significado tienen los sacramentos en la vida de un católico?
Los sacramentos son alimentos y medicamentos especiales que transmiten fuerza – virtudes, en el sentido clásico – empezando por el bautismo y la confirmación, que respectivamente destruyen el pecado original, dan la gracia de la filiación divina y la capacidad de dar testimonio de Jesucristo en el mundo. La confesión, seguida de la penitencia y la reconciliación, y la unción de los enfermos, respectivamente, restauran la inocencia de los pecadores, la salud del cuerpo y del alma, y salvan de la condenación eterna. Los sacramentos del orden sagrado y del matrimonio, respectivamente, permiten al ministerio sacerdotal y al servicio mutuo, transmitir el poder de la caridad divina. Y sobre todo la Eucaristía, que no sólo transmite una virtud, una fuerza, sino que nos pone en contacto con la persona misma de Jesucristo, persona divino-humana, a la que alimenta para santificar y divinizar al hombre y hacer posible el paso -la Pascua- ya aquí en la tierra, santificando, es decir, purificando de este mundo -como dice el apóstol Santiago- para la vida eterna.
¿A qué se refiere con que “no se deben jugar con ellos”?
Cada sacramento es importante para el crecimiento personal y social del cristiano, desde el nacimiento – bautismo – hasta la muerte – la extrema unción. Pero la Eucaristía es el sacramento más importante, el Santísimo Sacramento, porque es la persona misma de nuestro Señor, en cuerpo, sangre, alma y divinidad. Quien no reconoce -como dice san Pablo- esta presencia, es decir, no tiene fe, no la adora, la recibe en pecado mortal, la profana, abusa de ella, la reduce, come y bebe su condenación (1 Cor 11,29); entonces el Apóstol advierte a los cristianos: “Por eso muchos entre vosotros son débiles y enfermos y muchos mueren” (ivi., 30). Así que este sacramento, en vez de ser, según Ignacio de Antioquía, una “droga de la inmortalidad”, se convierte en un veneno que conduce a la muerte eterna.
Hace unas semanas denunció en una conferencia impartida en Roma que los sacramentos se han reducido a simples acontecimientos sociales. ¿Cuáles son las consecuencias de esta tendencia?
La catequesis en las últimas décadas después del Vaticano II ha descuidado u omitido enseñar la dimensión principalmente personal de los sacramentos. Es decir, que aunque sean administrados en la comunidad eclesial, conciernen a la persona, el cuerpo, el alma y el espíritu, del creyente cristiano individual, que debe prepararse para recibirlos personalmente, individualmente y lograr los efectos propios para la eficacia de cada uno. Que el sacramento se reciba en un rito individual o en un rito comunitario, no cambia la potencia y el efecto sobre la persona. Si la persona recibe y es fortalecida por el sacramento, también tiene una influencia constructiva en la vida de la comunidad cristiana. Pero si la persona recibe el sacramento en una condición viciosa – por ejemplo, en un concubinato, en un adulterio, … el vicio se transmite a la comunidad. Reducir la celebración sacramental a su dimensión social es, por tanto, mentir sobre la verdad de estos signos santos -los sacramentos- que Jesucristo ha querido, ha instituido, y ha confiado a la Iglesia para la salvación del hombre y, por tanto, del mundo.
Los católicos deben ser conscientes de ello, porque la salvación del mundo depende de los sacramentos, no del compromiso social con los pobres, de la acogida de los migrantes y de la salvaguarda de la creación. La Iglesia no ha recibido otro mandato de su Señor que el de hacer discípulos de todas las naciones y enseñarles todo lo que se le ha mandado, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Especialmente con los sacramentos – que son la palabra divina de la Palabra hecha carne – el Señor está con nosotros hasta el fin del mundo.
Durante la misma conferencia lamentó la forma en que algunos lugares sagrados se utilizan para otros fines. Sin ir más lejos, hace un mes se celebró en la Catedral de la Almudena un concierto de musulmanes y judíos por “la Semana Mundial de la Armonía Interconfesional de la ONU” bajo el amparo del cardenal Osoro. ¿Qué opina sobre este tipo de actos?
Quizás se ha olvidado que la Catedral, como todos los lugares sagrados cristianos dispersos por el mundo, están dedicados al Dios Uno y Trino, que es consagrado, santificado, bendecido, con el rito solemne de la dedicación de la iglesia. Es un regalo hecho a nuestro Dios. ¿Qué es lo que hacemos? ¿Retiramos el regalo que le dimos? Los hombres que pertenecen a otras religiones, especialmente judíos y musulmanes, deducen que los católicos ya no están seguros de la fe que profesan, porque están enfermos de relativismo, no creen en los derechos de Dios al culto que le corresponde a Él y a los lugares que a Él se le dedican. Así, otras religiones terminan despreciándonos, en lugar de recibir el testimonio de la verdad, que sirve para acercarse al Dios vivo y verdadero.
Este es otro síntoma grave de la crisis de fe que estamos experimentando.
En su libro defiende la importancia de recibir la Comunión en la boca. ¿Qué le diría a una persona que defiende lo contrario?
Le diría lo siguiente: ¿le permitiría su médico que tomara un alimento especial y un medicamento con las manos expuestas a la contaminación? ¿O más bien con la boca, el órgano más delicado? La Eucaristía no es un alimento común sino la medicina de la inmortalidad. Recibirlo en la lengua y no recibirlo en la mano es sin duda un signo importante, que se va difundiendo cada vez más, a medida que los fieles toman conciencia de a quién van a recibir, y comprenden que no van sino a recibir al Señor; el mismo Jesús dio la Comunión en boca de los Apóstoles.
¿Qué opina acerca de la posible apertura de la Comunión a las personas divorciadas vueltas a casar?
Supondría la convicción de que la Eucaristía es una comida para los pecadores y no el sacramento para los pecadores que se han convertido y reconciliado con Dios y con la Iglesia.
Son varias las voces que dentro de la curia defienden un cambio en la Liturgia. ¿Qué opina al respecto?
En las últimas décadas se ha olvidado que la sagrada Liturgia la recibimos del Señor por medio de la tradición apostólica y que no está a disposición de la Iglesia, como lo demuestra el hecho de que la Misa no es válida si se cambia la fórmula sacramental. Esta es la parte inmutable de una institución divina, como lo establece la Constitución litúrgica del Vaticano II (n. 21). Los cambios permitidos deben seguir la tradición de los padres (cfr. ivi, n. 50); de lo contrario, la fe está en peligro, ya que existe una estrecha relación entre la “regula fidei” y la regla de la oración, es decir, la sagrada liturgia. Sacrosanctum Concilium afirma en el art. 22 que absolutamente nadie, ni siquiera un sacerdote, puede añadir, quitar o cambiar nada. Dentro de estos límites, el Papa y los obispos pueden moderar, o más bien aplicar, las normas litúrgicas. Ningún creyente o pastor – como ningún juez – es superior a la ley divina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario