lunes, 31 de octubre de 2022

Crismeras viejas y crismeras nuevas




¿Qué celebramos el 1 de noviembre?

(C.E.E.) El 1 de noviembre miramos hacia el cielo. Es el día en el que se homenajea a todos los santos, conocidos y desconocidos. A los que están en los altares y a tantos y tantos cristianos que después de una vida según el evangelio participan de la felicidad eterna del cielo. Son nuestros intercesores y nuestros modelos de vida cristiana.

«La santidad es el rostro más bello de la Iglesia» escribe el papa Francisco en «Gaudete et exultate», su exhortación apostólica sobre la llamada a la santidad en el mundo actual (marzo 2018).

El Papa nos recuerda que esta llamada va dirigida a cada uno de nosotros. El Señor se dirige también a ti: «Sed santos, porque yo soy santo» (Lv 11,45; cf. 1P 1,16).

''Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra.

Deja que la gracia de tu Bautismo fructifique en un camino de santidad. Deja que todo esté abierto a Dios y para ello opta por él, elige a Dios una y otra vez.

Para un cristiano no es posible pensar en la propia misión en la tierra sin concebirla como un camino de santidad, porque «esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4,3).

No tengas miedo de la santidad. No te quitará fuerzas, vida o alegría. Todo lo contrario, porque llegarás a ser lo que el Padre pensó cuando te creó y serás fiel a tu propio ser.

Pidamos que el Espíritu Santo infunda en nosotros un intenso anhelo de ser santos para la mayor gloria de Dios y alentémonos unos a otros en este intento. Así compartiremos una felicidad que el mundo no nos podrá quitar'' (Papa Francisco, Gaudete et exultate) 

El 1 de noviembre recordamos a cada uno de los que dijeron sí a esta llamada.

Recuerda


El otoño y la memoria de antaño

Nos adentramos ya en la espesura del otoño. Los días se nos acortan y en el aire se percibe cada vez más ese inconfundible aroma de las brumas mañaneras persistentes, de la humedad en la atmósfera que nos abraza con su magia, y las temperaturas que nos hacen sacar de nuevo la ropa de mayor abrigo en esta esquina del calendario cada año.

El otoño tiene su encanto singular. No es el brote explosivo de la primavera vivaracha. Ni tampoco la cadencia agostadora cuando llega el verano con su estío. Aún no llama a la puerta de la agenda el rigor de un invierno con sus gélidas noches y mañanas. El otoño es sereno, discreto, a veces parece tímido y recatado, mientras nuestros senderos serranos, los caminos de parques y alamedas, se alfombran de hojas caídas que nos permiten pasear como quien pisa el misterio de tantas encrucijadas dispuestas a ser de nuevo reestrenadas al paso de nuestra prisa, de nuestro enojo, de nuestra calma y esperanza en el trasiego, año tras año, de una cifra más a nuestra vida.

Pero el otoño tiene una cita especial al comienzo de noviembre. Hay una fiesta cristiana de primer rango cuando recordamos a todos los santos que en el mundo han sido. No se trata de las fiestas de santos conocidos, esos que tienen su fecha y su cuidada romería en el festejo señalado en nuestras calendas populares y religiosas. Ahora se trata de festejar a “todos” los santos. Aparentemente anónimos y desconocidos, pero que Dios bien sabe por qué los ha canonizado con la discreción que le caracteriza sin ningún tipo de boato. En el altar del cielo, allí está ese inmenso retablo donde se encuentran los santos, todos ellos, cada uno en su calle, en su ventana, en la traza de su época y en el arropo de su ámbito de domicilio.

Es una fiesta de todos los santos en la que sin que nosotros sepamos cómo, nos encontramos que tenemos a gente sencilla, hombres y mujeres que son de nuestra familia, del círculo de nuestras amistades, compañeros de pupitre y de tantas andanzas, que acertaron a vivir cada cosa desde una conciencia verdaderamente cristiana. Sin alharacas ni troníos, como quien ha hecho sencillamente lo que tenía que hacer… desde el Evangelio, desde la tradición cristiana, desde la bondadosa convivencia llena de respeto y de verdad, acertando a dar en todo momento razón de su esperanza.

Ahí nos encontramos a abuelos y padres, a niños y ancianos, a curas y obispos, a monjas y frailes, personas que, en todas las profesiones laborales, en todas las condiciones sociales y económicas, en todos los lares y épocas, en todas las lenguas y culturas… han sido, ni más ni menos, que buenos cristianos. Con sus dudas y certezas, con sus aciertos y pecados, con sus sonrisas y sus llantos, con sus éxitos y fracasos. Pero que quisieron y supieron vivirlo todo desde Cristo, desde su condición cristiana vivida con sencillez, pero con arrojo y audacia, e incluso con heroísmo generoso cuando había que dar la batalla.

Hermosa fiesta de todos los santos. Y es un buen preámbulo para la conmemoración que, al día siguiente, el dos de noviembre, hacemos de los fieles difuntos. Nuestra santa costumbre de acudir a los cementerios para dejar unas flores, avivar los recuerdos de palabras y gestos de nuestros seres más queridos, y para elevar unas plegarias pidiendo para todos ellos el eterno descanso. Santos y difuntos: todos aquellos que nos han precedido en la vida y en la fe que, en este rincón sereno de un otoño adentrado, se nos presentan reclamando en nosotros la gratitud por cuanto en ellos Dios nos ha dado, y la responsabilidad ante la herencia de humanidad creyente que en nuestros santos y difuntos se nos ha regalado. Nada que ver con esas parafernalias prestadas y ajenas, pretenden diluir con sus calabazas al amparo de una efímera vela, la belleza del recuerdo de nuestros santos y seres queridos difuntos que nos esperan en el cielo. El antaño se hace hogaño en nuestra gratitud y nuestras plegarias.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

jueves, 6 de octubre de 2022

A la vuelta de la esquina

Octubre: que no pase un día sin rezar el santo Rosario. Por Monseñor Demetrio Fernández

Desde el primer día hacemos este claro propósito: que no pase un día en este mes de octubre sin rezar el santo Rosario. El día 7 es la Virgen del Rosario, y todo el mes está dedicado a María en el rezo del Rosario. Rezarlo a solas, en pareja, en grupo, en familia, como sea. Pero rezarlo todo el mes de octubre (y luego seguir).

El Rosario es una oración muy sencilla, que se centra en Jesucristo y sus misterios, que va contemplándolos desde el corazón de María, desgranando diez avemarías por cada misterio que se contempla y concluyendo con el gloria a Dios. Tiene un carácter contemplativo, repetitivo, que da paz al alma. Es como la oración de Jesús en Oriente, repetida miles de veces. El Rosario en Occidente es la repetición sin término del avemaría para entrar con ella en cada misterio de Cristo que se contempla.

Cuántas personas y cuántas veces uno no sabe cómo orar, qué meditar, como dirigirse a Dios, de quien siente una fuerte necesidad. Mi experiencia y la de la de tantas personas es que el rezo del Rosario alimenta esos momentos y nos trae de manera sencilla al corazón pensamientos y sentimientos religiosos que compartimos con María nuestra Madre. Es como si ella, madre buena, nos fuera enseñando a rezar, como hace una madre con su hijo pequeño para enseñarle a hablar.

Fue santo Domingo de Guzmán (1170-1221), fundador de la Orden dominica, el que difundió esta práctica devocional, que tiene tanto contenido catequético. Y una vez popularizado, el Rosario ya es difundido en todos los actos de devoción popular. Cuando la Virgen se ha aparecido en Lourdes, en Fátima, en Medjugore, etc. invita siempre a rezar el Rosario, que nos acerca a Jesús. Los videntes de estas apariciones aprenden a rezar el Rosario y ya no lo dejan, es como el instrumento que alimenta y expresa su fe sencilla. El Rosario es la oración de los pobres y sencillos. Es una oración de muchedumbres y de soledad, es una oración asequible a todos, es una oración sencilla, y entona el alma cada vez que se reza. Sirve para mantener el corazón atento al Señor, sirve para una oración comunitaria, para la meditación, para la oración contemplativa.

Los misterios de gozo nos ponen ante la alegría de la Navidad y su entorno, porque la venida del Señor en la carne ha traído la alegría al mundo entero. Los misterios luminosos recorren la vida pública de Jesús desde el bautismo a la institución de la Eucaristía. Los misterios dolorosos nos recuerdan el drama de la pasión y de la Cruz. Los misterios gloriosos nos presentan la gloria de la resurrección y su fruto en María.

Hay iniciativas diversas en torno al Rosario. Cadenas de oración, grupos de rosario, retransmisión del rezo del Rosario, vigilias de oración. Cuando visité hace poco la comunidad Cenáculo para recuperación de adictos, constaté que era el Rosario el motor de aquella comunidad, y cuando uno de los visitantes preguntó cuál era el método terapéutico que empleaban, uno joven residente respondió espontáneamente: -A base de Rosarios ! Ellos se levantan a medianoche para rezar el Rosario, y especialmente los sábados para pedir por los que emplean mal su tiempo de diversión. Por este cauce y el calor del amor cristiano de esa comunidad se han recuperado docenas de vidas rotas y perdidas.

Conozco a muchos jóvenes, que se inician pronto en el rezo del Rosario, y les sirve de sustento y alimento para su vida cristiana. Conozco a muchas personas mayores, cuyo consuelo más hondo es el rezo del Rosario, incluso varias veces al día. Siento una compañía tan grande al rezarlo, me decía una persona mayor al visitarla en su casa. Mes de octubre, mes del Rosario. Intensifiquemos esta práctica para pedir por tantas necesidades, por la Iglesia, por las vocaciones, por la paz del mundo, etc.

A vista de satélite

Creer con el corazón. Por Guillermo Juan Morado

(La puerta de Damasco) San Pablo dice que “con el corazón se cree” (Rom 10,10); un texto del que se hace eco Benedicto XVI en su magnífica carta apostólica “Porta fidei": “El corazón indica que el primer acto con el que se llega a la fe es don de Dios y acción de la gracia que actúa y transforma a la persona hasta en lo más íntimo".

A la hora de meditar sobre la motivación humana de la fe, es preciso apuntar a la voluntad, al corazón. Creer es “un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina bajo el imperio de la voluntad movida por la gracia de Dios”, escribe santo Tomás. La causa inmediata de la fe está “en la voluntad, en las razones del corazón, y más concretamente, en el deseo de corresponder al amor de Dios y de alcanzar los bienes que nos promete” (Fernando Sebastián).

La gracia de Dios arraiga en el deseo natural de vivir en la verdad y lo lleva más allá de nosotros mismos, hasta concretarlo en el deseo de reconocer a Dios como Dios y de alcanzar sus promesas de salvación y de vida eterna. Destacar la importancia de los deseos y de los elementos afectivos en la fe, justamente subrayada por M. Blondel, no supone ceder a las pretensiones del inmanentismo modernista, sino que equivale a resaltar el papel de la simpatía en todo el proceso de creer.

La causa determinante de la fe es el amor. Desde el punto de vista objetivo, el amor de Dios, reconocido en la muerte y en la resurrección de Jesús, es la motivación decisiva para nuestra fe. Desde la perspectiva subjetiva, el amor de Dios hace crecer en nosotros, por obra del Espíritu Santo, el amor filial que nos hace confiar en Él y comprender que en esa confianza alcanzamos la seguridad y la garantía de nuestra vida.

La decisión de creer, movida por el amor, es perfectamente razonable. En palabras de san Agustín: “El amor es el que pide, y busca, y llama, y descubre, y el que, finalmente, permanece en los secretos revelados”. La fe es el acto más radical del ejercicio de nuestra libertad, pero eso no quiere decir que sea irracional e irresponsable. Contamos con muchos indicios, con muchos signos “convergentes”, como decía el cardenal Newman, que justifican la decisión de creer.

La razón juega, en todo el proceso de la fe, un papel muy importante. Nos convence de la existencia y de la providencia de Dios, nos hace pensar en una realidad humana más allá de lo material, nos permite confrontarnos con la historia de Jesús – con la noticia de sus palabras, de sus milagros, del testimonio de su muerte y resurrección -, y con el mismo Jesús, entendido como el “gran signo” de la providencia salvadora de Dios en nuestro favor. Y, más aún, con el testimonio de los mártires y de los santos, con las señales de la potencia humanizadora de la fe.

Todos estos indicios convergentes nos invitan a creer, “hacen que la decisión de creer sea más razonable que la contraria” (F. Sebastián). Cuando la llamada a la fe se hace tan clara y persistente que se percibe como obligatoria, los signos de credibilidad se convierten en signos de “credendidad”, al igual que sucede en las decisiones importantes de la vida. Son también los afectos, y no solo los hechos o los argumentos, los que nos inclinan a creer: “Creemos porque amamos, y amamos porque vemos en Cristo la consumación de nuestros deseos más profundos”, afirma también el cardenal Sebastián Aguilar.